¿Quién es esa muchacha tan dulce?, pensé mientras abría la puerta de mi casa. La visión de una jovencita con la mirada absorta y un tanto triste me sorprendió y encendió una lucecita en mi corazón.
Al principio no la reconocí. Qué tierna, me dije, qué linda. Me dan ganas de abrazarla, de preguntarle por su tristeza, de decirle que persevere en aquello en lo que anda. Me dan ganas de mirarla y decirle que todo eso que está bullendo en su interior es legítimo. Que todo pasará.
Y que pasarán muchas cosas, y le pasarán muchas cosas, y todas —buenas, regulares, malas o peores— harán que pueda brillar y reír, y también llorar, por dentro y fuera, sin tener que pedir permiso ni disculparse, sin tener que ser otra diferente a ella misma, sin tener que traicionarse o ponerse un disfraz o colocarse una máscara para cada ocasión o decir sí cuando quiere decir no o decir no cuando quiere decir sí.
Que aparecerán personas que ayudarán a esos ojos tristes a entender sus razones y a dejarlas pasar, como la lluvia, para que puedan contener otras estaciones. Como la primavera de hoy.
Que se cruzará por su vida un amor tan grande, que en algún momento, aunque sea por un instante, se atreverá a soltar las amarras. Y que reirá, llorará, temblará, se asustará, volará, se caerá, y hasta saboreará, a ratos, la calma. Y que cuanto más las suelte, con su miedo y sus ganas y su todo, más sentirá que puede caminar por sus propios pies, y entonces ya no necesitará la mirada de otros para andar por el mundo, le gustará que la miren, sí, y que le digan que está tan linda y esas cosas; pero ya no será ese su alimento, su motor para sentirse válida.
Solo hay una mirada, quiero decirle, que la acompañará toda su vida. Una mirada en la que también caben todas las estaciones. Como la primavera de hoy. Y esa mirada es la mía.
(Así «suena» para Manolo Benítez).
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