Porque hoy es viernes, porque luce el sol, por los abrazos mañaneros, porque estoy participando en un proyecto de esos que hacen que la vida tenga sentido; porque sí, porque estoy viva. Lo cierto es que esta mañana me encaminaba a la parada de la guagua con el paso ligero a pesar del desvele de las 4.29, el pecho abierto, la sonrisa ancha, tan ancha… que si no fuera porque me encontré una importante cola de coches al cruzar la calle que me obligó a tomar conciencia del mundo que giraba alrededor, creo que habría llegado hasta mi destino sin mascarilla.
Y menos mal que siempre llevo en el bolso la oficial, la homologada, la que ve como buenos ojos la ciudadanía de mirada estricta y la autoridad competente. Porque la otra, la mía, la de andar por la calle, la que empieza a ser como mi mantita de la siesta, esa la había dejado, como cada día, aireandose en el patio; y tan contenta estaba yo esta mañana, o tan olvidadiza, o tan ajena a la realidad, o tan en mis cosas, o tan en la vida que es vida sin más y no todo un cúmulo de información, desinformación y circunstancias, que no la eché en falta cuando bajé las escaleras, mi rostro no buscó el roce de la tela, como sí lo hacen los pies si me olvido de los zapatos, mi hombro derecho si me dejo atrás el bolso, el puente de la nariz cuando voy sin gafas, incluso el dedo anular izquierdo cuando me quito el anillo.
No. Labios, aletas de la nariz, orejas, pómulos, barbilla, ninguno reclamó nada, todo lo contrario, había en ellos tanta ligereza como en mis andares y en mi espíritu. Algo que debería parecernos normal, natural, algo sobre lo que, si no fuera porque vivimos en una anormalidad permanente, en un pulso continuo con nuestra propia naturaleza, no estaría escribiendo.
¿Qué tiene de particular caminar doscientos metros de calle sin mascarilla y sin culpa? Prueben, prueben. Y luego me cuentan.
(Y después se echan unos cantos y unos bailes —en su casita, please— con este temazo, recomendación de Manolo Benítez).
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