Casi siempre me han señalado como una persona muy «natural». Que si me rio muy alto, que si muevo las manos, que si llevo el pelo un poco despeinado, que si me pongo zapatos de colores, que si miro con franqueza, que si hago muchos gestos con la cara, que si suelto alguna palabra inconveniente… En fin, comentarios que, cuando van acompañados de un cierto tono, denotan que eso de ser «natural» no es tan fantástico para quien me lo dice. O a lo mejor es la falta de costumbre, qué sé yo.
Esa «peculiaridad» mía, lo admito, en alguna ocasión me ha traído problemas. Pero creo que a la hora de hablar en público la naturalidad es, sin duda, la mejor baza que podemos jugar. En vez de tratar todo el tiempo de ser otra persona, de encajar en el modelo perfecto, de hacer «lo correcto», «lo adecuado», lo que dice el manual de estilo de esta sociedad tan llena de normas y estándares, es mucho más sencillo y menos estresante ser, simplemente, yo misma.
¿Simplemente?
Claro que no es tan fácil.
Todos hemos recibido mensajes sobre lo que está bien y está mal, y aunque seamos personas adultas hechas y derechas, a veces es difícil abrirse camino entre tanto norma y encorsetamiento grabado a fuego en nuestras células.
Todos queremos encajar, que nos acepten, y en ocasiones vamos en contra de nuestra naturaleza para encontrar un hueco.
Todos tenemos en nuestro interior una vocecilla que nos susurra y nos cuestiona: «a dónde vas con esos pelos», «cómo se te ocurre vestirte así para esta reunión tan importante», «a ver si se te va a notar el temblor de las manos», «como te relajes mucho te vas a olvidar de lo que tienes que decir…».
Y así, vamos sacrificando una parte esencial, y yo creo que preciosa, de nuestro ser. Una parte que no mostramos mucho, y menos cuando tenemos que hablar en público. Porque el riesgo de dejarnos ver es grande: hay más posibilidades de que los demás sepan que no soy perfecta, que a veces no sé qué decir, o me tiembla la voz, o me emociono, o me siento insegura.
La paradoja es que, a pesar de las normas y las reglas y lo adecuado y lo correcto, y a pesar de que mostrarnos tal cual somos puede parecernos una aventura arriesgada, es precisamente esa parte nuestra, la más verdadera, la más «natural», la que tiene más posibilidades de conectar con las personas que nos escuchan. Ese es, sin duda, el mejor regalo, un bien preciado al que yo no pienso renunciar.
No digo que nos abramos en canal ni que descuidemos todos aquellos aspectos de la comunicación que son importantes y que hay que preparar y entrenar.
Lo que propongo es que dejemos de mirarnos en el espejo ajeno, en todos los espejos que nos ofrecen una imagen distorsionada sobre quiénes deberíamos ser, y que nos miremos en el propio con aceptación y con amor. No sé si llegaremos a la perfección, pero sí a la conexión, el ingrediente más importante de la comunicación.
(La foto me la hizo José Alvarado, con ese ojo que tiene para pillarte… La música la pone Manolo Benítez).
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