Los veranos eran para trabajar. Era como vivir contra el mundo: los demás se achicharraban al sol, se ponían las chanclas y se instalaban con su cervecita frente al mar, mientras nosotras, las niñas de prácticas, nos embarcábamos en la noble tarea de hacernos periodistas a fuerza de echarle horas y pasión sin límites a precio de costo (vamos, sin cobrar), solo interrumpidas por la vida nocturna propia de la profesión —eso habíamos visto en las pelis y series, y nosotras estábamos ahí para aprender— y por unas horitas de sueño, interrumpidas a su vez por las necesidades y urgencias propias del oficio. Que en verano podían ser muchas o ninguna, a veces había hasta que inventarlas; pero, qué más daba, lo importante era estar siempre al pie del cañón y escribir alguna línea que otra, con ese placer que da lo que estás haciendo por primera vez, y que formará parte de la historia del periodismo, o de la colección de recortes de prensa firmados por “mi hija la periodista” que atesoró mi madre en los primeros años.
El verano era para los demás. Cuando ponía un pie en el aeropuerto de Gando después de un vuelo nocturno que precedía a tres meses de prácticas en La Provincia (a ser posible, entraba por la redacción al día siguiente), me daba igual si el cielo estaba encapotado o lucía el sol, lo único interesante de lo que ahora llaman «climatología» era informar sobre ella. Por supuesto, escribí un reportaje sobre la panza de burro (¿reportaje?, ¿es que no ha estado ahí toda la vida?, ¿acaso le hice una entrevista a las nubes?) e innumerables crónicas sobre las formas de veraneo de propios y turistas: me subí a un barco con suelo de cristal en Arguineguín; me puse hasta las cejas de lodo en una fiesta del barro que recién se inauguraba en La Atalaya; aprendí los secretos de unos veleros en miniatura que surcaban las aguas de La Puntilla comandados por pescadores con aires de capitán; me senté sobre unas piedras en La Cícer para entender la pasión de esos locos del surf, que ahora se han vuelto multitud; descubrí que teníamos un hipódromo hípico para caballos, y un Lanzarote grancanario por donde estos trotaban para honrar a una virgen; hice entrevistas a políticos sobre cómo hacían que veraneaban, porque en realidad no se puede veranear y atender a la prensa —aunque sea a una muchachita en prácticas con supuestas preguntas originales y cara de no haber roto un plato— al mismo tiempo.
En fin, el verano, como verano propiamente dicho, no era para mí, sino para los otros, aquellos que disfrutaban (eso pensaba yo), no solo del mar, del sol y de las cervecitas, sino también de mis crónicas y reportajes, y de mis noticias locales y de pueblos y de lugares recónditos que si acaso importaban a los lugareños, o a casi nadie, o a nadie; solo a los que aprovechaban que el papel de periódico sirve para tantas cosas —mi primer profesor de redacción periodística nos hizo elaborar el primer día de clase una lista exhaustiva para que nos convenciéramos de que lo nuestro tenía futuro—, que siempre tenían un ejemplar a mano. Así que daba igual si los ojos de mis potenciales lectores se detenían en la doble página, con portada del dominical y todo, que me regalaron para narrar la travesía de las fiestas del Carmen entre Mogán y Arguineguín (y vuelta) aderezada por el olor a las brasas del pescado; con que abrieran ese pliego ilustrado por las fotos en blanco y negro de Óscar Jiménez que acompañaban al relato de una tal Charo Cardenal, aunque fuera para envolver el bocadillo de queso de plato que los chiquillos engullirían en la playa y reposarían con tres horas de juegos fuera del agua para que no se les cortara la digestión, yo ya me daba por satisfecha.
Creo que en aquel verano, cuando los pescadores de Mogán que nos cedieron un sitio en su barca para ejercer de cronistas me obligaron, con un «suelta la libreta, niña», a darme un remojón y echarme una cervecita, la periodista en ciernes dio paso a la mujer en ciernes, para gozar como una más del sol y del agua, del salitre y de la buena compañía. Lo recuerdo como uno de esos momentos irrepetibles —como tantos, con tantos compañeros con los que aprendí y crecí durante aquellos años en los que cada paso en el oficio era una aventura—, un momento en el que alguien me dijo por primera vez que aflojara un punto, que no todo iba a ser trabajar. Así que me quité el uniforme de periodista (la libreta, el bolígrafo y la cara de autosuficiencia que había aprendido a poner para que no se me notara mucho la de novata) y me sumergí, por fin, en el mar.
¡Qué rico!
(A volar y a disfrutar de lo que queda del verano con la música que eligió Manolo Benítez).
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