Día 32. Cómo sabe el cafecito de media mañana, ese que me tomo no por costumbre ni con los ojos legañosos, sino a deseo, como dice mi marío. Antes de que esté preparado, antes incluso de abrir la lata que lo contiene, puedo, con todos mis sentidos ya despiertos, anticipar el placer de cada sorbo. Y si además va acompañado de algo rico, como la tarta de manzana que el hombre se marcó hace unos días, entonces todo lo que estaba torcido vuelve a su lugar, al menos por unos breves instantes.
A falta de cafetería abierta, y de permiso para sentarme en ella, lo disfruto en mi particular terraza de primavera, que no es otra que la ventana de mi cocina. Una primavera que, como mi ánimo, a ratos parece verano –cielo azul, sol bondadoso- y, cuando menos te los esperas, amenaza con adentrarse en el otoño. Como ahora mismo, con ese gris que parece susurrarme: apaga el ordenador, ponte los calcetines y resguárdate bajo la manta.
En cada nuevo día de este confinamiento trato de mantener un delicado equilibrio entre el hacer y el no hacer, entre dejarme ir y estar alerta. Parece algo así como tener un ojo abierto y otro cerrado.
Abierto para cuidarme, para hacer las tareas de la casa, para dedicar mi tiempo a lo que me hace bien, para aplicar las famosas recomendaciones sanitarias cuando entro y salgo, para no dejarme arrastrar por la paranoia, la incertidumbre y las noticias. Para vivir, en la medida de mis posibilidades, en presente, en lo que ocurre en cada momento en mi micromundo interno y externo. El ojo abierto también para estar atenta a los míos y para, si puedo, aportar un granito de arena.
El ojo cerrado para descansar, para apagar el ruido de fuera y de dentro, para dejarme llevar un rato, para confiar en que todo esto pasará. Para disfrutar, mientras me da el sol o el aire fresquito en la cara, de un buen café, preparado a deseo, en mi terraza de primavera. (Y de la música que me regala Manolo Benítez).
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