Día 67. Ante la inminente llegada de la fase 2 -crucemos los dedos de las manos y los pies- empiezo a necesitar de forma urgente un manual de instrucciones para andar por la vida. Uno para mí y otro con dibujitos, por favor, y no precisamente para los niños, que ellos lo entienden a la primera, sino para la cantidad asombrosa de presuntos despistados (por ponerme metafórica) que pululan por ahí.
Lo primero sería un tutorial para salidas a la calle, con una check-list (lo fina que estoy, con una lista de comprobación) de todo lo que tengo que meter en el bolso (mascarilla, sí; gel, sí; pañuelos de papel por si acaso, sí; teléfono móvil, sí; ¿guantes?, no hace falta; ¿la cabeza?, aún la tengo sobre los hombros). Las llaves, por supuesto.
Lo segundo, una lista, con su explicación detallada, de las acciones a ejecutar una vez vuelvo a traspasar la puerta de la casa y antes de sentarme en el sillón o de servirme un vaso de agua. Propongo para ello recopilar todos los procedimientos diseñados a lo largo de más de sesenta días a base de rumorología, mitología popular e información oficial sobre qué hacer con llaves, zapatos, ropa, compras y demás asuntos; al fin y al cabo cada cual ha llegado hasta aquí como ha podido, seguramente un poco más neurótico y me -apuesto lo que sea- también con pequeñas o grandes parcelas de su vivienda destinadas al confinamiento y/o cuarentena total o parcial de objetos. Hagamos una puesta en común, que de todo se aprende.
Resumen atropellado de lo que tengo más o menos claro: cada vez que entro en casa me lavo las manos a conciencia. Y cuando salgo, mascarilla para la guagua, el taxi, los comercios y siempre que no se pueda mantener la distancia de dos metros. Más lavado de manos cuando proceda.
Hasta aquí, lo fácil (es un decir), lo que todos hemos ido incorporando a nuestra vida al ritmo de escalada y desescalada. Las instrucciones difíciles son las de mientras tanto, en la calle, en el trabajo, en los bares, en las tiendas, en el banco, en las casas de otros, todas esas dudas que surgen a medida que vamos recuperando libertad todavía vigilada de movimientos y de acción.
Desde qué tipo de mascarilla debo usar, cómo se quita y se pone, y cada cuánto la tengo que lavar y qué pasa si estornudo; hasta en qué momento me lavo las manos con el gel, antes o después de coger el vaso de cerveza fresquita que me voy a tomar, y qué hago con el bote de gel, ¿hay que desinfectarlo?
Suena a risa, pero hace unos días compramos una botella de agua en la calle porque andábamos muertos de sed, y cuando la tuve en la mano me pregunté cómo hacer con ella -ya que provenía de un supermercado donde quién sabe cuánta gente la tocó antes- y con mis manos. Por un momento pensé que hubiera sido mejor aguantarse hasta llegar a casa, pero al final bebí y después me la metí en el bolsillo de la chaqueta, como si fuera una granada. Después me eché gel y luego volví a beber porque de nuevo tenía sed y al final… yo qué sé. Botella de agua incorporada a la check-list.
El índice del manual es infinito pero, a día de hoy, las instrucciones que espero con más ilusión, diría hasta con ansia, son las del baño en la playa. Con tal de darme un buen chapuzón con todas las de la ley, a estas alturas hago lo que sea. Como si tengo que ejecutar un salto mortal, sin manos y sin pies, antes de entrar en el agua. Como si tengo que persignarme tres veces o someterme a un tratamiento con ozono. Como si me piden recitar de memoria los diez primeros artículos de la Constitución o un popurrí de Julio Iglesias, me da igual.
Señores autoridades, espero instrucciones. Con mi nuevo corte me pelo y la cara de emoción, me va a quedar un salto que ni las de la natación sincronizada.
(Manolo Benítez pone este fantástico tema).
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