Día 82. Me duele levemente la cabeza, como si tuviera resaca, y no de exceso de bebida, sino de realidad. Como cuando trabajé un tiempo en política, en estas últimas semanas cada dos por tres me entran unas ganas urgentes de volver al mundo de Heidi, con sus vacas y su prado verde, con Pedro y el abuelito, con su dosis justa de drama -la que puede manejar una niña de ocho años- y su promesa de final feliz.
Porque ella era huérfana, el abuelo un poco cascarrabias, la señorita Rottenmeier se las hacía pasar canutas y encima Clara no podía caminar. Pero yo sabía, como cualquier niña de esa época -no como los chiquillos de ahora, adiestrados en violencia televisiva desde la primera infancia- que ella era muy querida, que la amistad y el aire de campo podían obrar milagros y que las personas aparentemente hurañas o directamente mandonas también tenían su corazoncito, al que se podía llegar con un poco de sonrisas y otro poco de carantoñas y abrazos.
Si me hubiera tocado la era del Meincraft, un juego que nunca acabé de entender pero con el que vi cómo mi sobrino organizaba cataclismos y destrucciones masivas con solo deslizar el dedo por la pantalla, no podría acudir, cuando los hechos me parecen particularmente difíciles de tragar, a esos otros mundos edulcorados donde todo parecía un poco más sencillo. Las camisas de leñador de la familia perfecta de la La casa de la pradera, la trenzas de Pipi y hasta el dramón de Marco, que nos tenía con el corazón en un puño, pueden llegar a ser el paraíso.
También lo puede ser mi casa, donde esa realidad que ahora nos envuelve a todos -aunque a algunos les golpea mucho más fuerte- está simbolizada solo por pequeños detalles: la mascarilla que se airea en un perchero, hidroalcoholes varios y un patio transformado en lugar de cuarentena. Poco más. Y el patio, ya que la vida extramuros me resulta a veces un poco estresante, he pensado reconvertirlo en lugar de ocio para los días de verano. Es chiquito, sí, pero lo tiene todo: es ventilado, le da el sol en una esquina a ciertas horas de la mañana, tiene acceso directo a la cocina y vistas a la televisión. ¿Qué más se puede pedir?
Solo le falta una su piscina de plástico para chapotear en los días de calor, que me voy comprar en cuanto nos desescalemos del todo. Cuando compartí la ocurrencia con mi pareja –no me digas que no es una buena idea, imagínate, para los fines de semana de agosto, con esto de la distancia de dos metros es un rollo bajar a la playa- me respondió que tengo el patio sobrevalorado.
No, corrigió, sublimado.
A continuación me recordó, con los datos crudos, el tamaño y la cantidad de objetos que ya lo ocupan: que si dos roperos, que si una mesita, que si la banqueta, por no hablar de las operaciones de desinfección que no sabemos hasta cuándo van a durar. Pequeños detalles. Yo lo veo, me veo: la melena larga, la nariz pecosa, el agua hasta los hombros, las cometas al viento, un poco de arena que podemos traer en un balde de la playa. La bicicleta en la puerta por si hay ganas de paseo. No es Verano azul, pero da el pego.
(Menos mal que Manolo Benítez, además de los metros cuadrados, me recordó esta canción).
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