Silencio

Silencio

Día 3. Un minuto, medio, o más que sea cinco segundos. Esta mañana, mientras hacía mi práctica de yoga, logré estar apenas cinco segundos en silencio. Al fin se paró todo. Ni mensajes de wasap, ni pensamientos varios que giraban en torno a temas tan diversos como la limpieza de una parte de la casa que ayer me dejé atrás –¡y eso que tengo mi rumba!-, las colas de langostinos que puse a descongelar pero no las saqué del envase, la llamada que quiero hacer para ver cómo comparto mi blog en Instagram, y las consabidas obsesiones de las que no voy a escribir porque, ¿para qué?

No sé si les pasará a los demás. A mí, en estos días de confinamiento, apenas me ha dado tiempo a dedicarme a esas cosas que están en la lista de aquello que por fin puedo hacer porque tengo todo el tiempo del mundo.

Bueno, solo estoy haciendo una, escribir. Es de los pocos ratitos en los que logro estar completamente en presente, aparte, claro, de esos gloriosos cinco segundos de esta mañana y de la siesta que me echo mientras el mundo se da la vuelta también en Puente Viejo (en la siesta lo de la presencia es un decir…, ahí estoy completamente dormida, que no es poco).

Mientras escribo, por mucho que mi compañero de vida (pareja de hecho, marío, o como lo quieran llamar) esté escuchando música, hablando por skype o descojonándose del último chiste cinco metros más allá, todo se detiene. Mi cabeza sigue bullendo, sí, pero por alguna razón que no sé explicar, tiene una conexión directa con mis dedos, de forma que lo único que está ocurriendo en este momento es que yo voy pariendo palabras que, por esos extraños mecanismos de los seres humanos y de la tecnología, van apareciendo casi instantáneamente en el ordenador. Es lo más parecido que conozco a la presencia.

Estar en presente, por mucho que tengamos ahora tiempo para ejercitarlo, es complicado. No solo porque todos tratamos de alguna manera de acompañarnos en el camino y no sabemos a ciencia exacta en qué está el otro cuando mandas el enésimo wasap del día. Ni porque cada tanto haya un aplauso o una cacerolada colectiva. Sino porque la cabecita es difícil de gestionar, y cada uno hacemos lo que podemos, zumba, canto gregoriano o quedadas virtuales, para sobrellevar la cuarentena.

Yo ayer tuve una breve conversación con mi rumba, a falta de Susi, mi perrita, a la que estoy echando tanto de menos, sobre todo por las mañanas, cuando me quedo sola en casa. Más que por los paseos, por su presencia. Con ella podías hablar de cualquier cosa y siempre te escuchaba. Ya podías tener el mejor o el peor de los días que ella estaba ahí, atenta a la jugada. Y cuando ya no podía más se daba la vuelta y se iba a su cojín. O se subía sobre mi regazo y cerraba los ojos, como diciendo: ya está, Charo, ahora, un poco de silencio.

Mi rumba y yo
Compartir es un verbo que hoy se conjuga de lejos
No tengo nada que decir (o sí)