Día 40. Hasta mi ventana llega la brisa marina y el murmullo cada vez más perceptible de la calle. Empiezo a echar de menos el silencio de la Semana Santa, cuando pareció que incluso la Tierra había ralentizado su velocidad para recordarnos que debíamos parar. Fueron apenas unos días, aunque los suficientes para regodearme en el sabor delicioso que puede tener la nada.
Si hiciéramos un estudio de la curva del silencio podríamos afirmar que esta semana ha comenzado la escalada hacia nuestra ruidosa vida anterior. Cada día un poco más de motor de coches, conversaciones a golpe de móvil tamizadas por la mascarilla, diálogos de acera a acera, martillazos, golpes, edificios a medio construir que continúan sus ascenso a los cielos, el traqueteo de la carretilla del reparto del agua de Teror, el rumor sobre la acera de las idas y venidas de los carritos de la compra.
Parece un anticipo de lo que vendrá mañana, día anunciado para que los chiquillos, por fin, asomen sus cabelleras y troten, en libertad vigilada, por las calles. Ya puedo imaginarme el griterío contenido, madres que agarran por el jersey al vástago indómito que sigue su instinto directo al parque. Padres que les recuerdan, una vez más, los límites que no deben traspasar, con la conciencia de que no se le pueden poner puertas al campo y de que después de 40 días no hay castigo que valga.
Si yo tuviera mañana menos de 14 años, nada más levantarme iría directa a la playa, a la avenida o a esta misma calle, me da igual, y correría y gritaría sin parar, hasta que me venzan las fuerzas o se cumpla el tiempo o la distancia estipulada. Luego volvería a mi casa a continuar disfrutando del silencio. Pero resulta que soy de mediana edad, no tengo hijos ni perro, así que no hay salvoconducto que valga.
Tendré, entonces, que seguir mañana con mi rutina de cuarentena: asomarme a mi ventana para dejarme envolver por la brisa marina y el murmullo de un nuevo domingo: nuevo, porque cada día lo es, y también porque me acompañarán esta vez -espero, deseo- los gritos, las voces, los pataletas, la risas de los niños.
(Manolo Benítez nos anticipa con la música la alegría que dan los paseos en buena compañía).
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