Por más que me abrigo no logro calentarme las manos. ¿Será por el frío que están en guerra con el teclado? Mi cerebro manda una orden sencilla, nada que requiera grandes aspavientos, solo hay que hacer lo que siempre hemos hecho, cada día, durante varias horas; y ellas, tercas, asustadas, enloquecidas, abrumadas, disléxicas, asilvestradas, atenazadas por quién sabe qué temor nuevo o viejo, o quizás rebeldes con causa, hacen lo que les viene en gana, que es escabullirse, bailotear, enredarse, agazaparse, huir del mandato silencioso, en busca de calor. Ese que, a fuerza de cumplir con los otros mandatos que gobiernan de un tiempo a esta parte nuestras vidas, se ha vuelto huidizo, esquivo, un anhelo casi imposible aun en esta tierra de eterna primavera.
El calor de las manos es como el hogar, la casa a la que uno siempre quiere volver, lo más parecido a una estufa a la que arrimarse cuando la vida allá afuera es inhóspita, amenazante, cruel, imprevisible, tan cambiante que lo único que nos apetece es aferrarnos a esa brasa tierna que lo funde todo: los miedos, la incertidumbre, las dudas, la desesperanza, el sinsentido cotidiano, las muchas preguntas y las muchas respuestas que no logran calmar la sed.
Por este frío, digo yo, mis manos no me hacen puñetero caso, por eso se rebelan una y otra vez contra algo tan sencillo como es ejecutar la danza cotidiana para juntar letras que se hacen palabras, y luego frases y luego, con un poco de suerte, un texto más o menos decente… Se niegan, no quieren, no pueden, no saben cómo hacerlo sin petrificarse, sin volverse témpano, pues todo lo que les sale en ese ir y venir por las letras del abecedario es más de lo mismo: esa amalgama de términos de nuevo cuño, datos que se desmelenan, curvas a doblegar, normativas, órdenes y contraordenes, relatos de desesperanza y a veces, sí, esperanzadores, pero siempre teñidos de nuevos interrogantes y de nuevas amenazas reales o imaginarias que impregna ya cada gesto de nuestra vida cotidiana —cada vez más parecida a las novelas de Asimov que devoraba en mi adolescencia— y que poco a poco, a fuerza de insistir, va helando el corazón.
No queremos, parecen decirme esas manos mías declaradas en rebeldía, y restriegan mi cara, mis ojos, mi pelo, como si con ese gesto pudieran deshacer el ensueño y prender la llama. Se nos atragantan las palabras, confiesan. Nos negamos, proclaman al fin, y se arriman ahora al corazón en un autoabrazo para ahuyentar el desconsuelo. No insisto. Me rindo. Y dejo que me guíen, tan sabias ellas, en busca del ansiado calor.
(Manolo Benítez pone la música, tan necesaria, como el calor. Manolo Cardenal pone la foto, un detalle de la máquina de nuestro abuelo con la que hice mis primeros pinitos en el arte del tecleo).
Este año está siendo tan loco que esta mañana descubrí que los escasos adornos navideños que poseo, esos que hace unos años compré de motu propio con la firme intención […]
Sigue leyendoIgual que el paisaje calcinado por el fuego nos revela de pronto pequeños fulgores, una promesa de que todo cambia, todo se renueva, a veces las travesías por el desierto […]
Sigue leyendoEl reloj de la cocina camina para atrás. Allá abajo, un aspirante a Rubén Blades recuerda a los viandantes que la vida te da sorpresas, ay, sí, como la niña […]
Sigue leyendo