¿Qué planta quieres regar hoy?

¿Qué planta quieres regar hoy?

Mis dos mayores maestras, Graciela Andaluz y Graciela Figueroa, me formularon muchas veces esta pregunta cuando me ponía en modo «qué desgraciadita soy» y veían que no podía bajarme de la rueda del drama. Y así, como por arte de magia, se cortaba eso muy mío de regodearme y me colocaba ante la tesitura de elegir. Porque, como muy bien me señalaban, podía estar viviendo situaciones difíciles, sí, y es importante darle un lugar a la rabia, al dolor, a la impotencia, a la desesperanza. Pero había más plantas en mi jardín, ¿no? Trabajo, amor, amistades, aficiones, pasiones…  Me costaba verlas porque andaba empeñada en seguir regando una planta que solo me ataba a la carencia.

Por suerte, eso fue cambiando (aunque tengo mis días…), y cada vez que me quedo mirando más de la cuenta al vaso medio vacío, a lo que no hice bien, a lo que me faltó, a las situaciones injustas que viví… me hago la pregunta: ¿qué planta quiero regar hoy?

En esta sociedad en la que lo más importante es el éxito, ganar, ser la número uno, es muy fácil dejarse arrastrar por el desánimo y la autoflagelación cuando las cosas no salen como dice el manual. En esta era de las afirmaciones positivas —«tú puedes», «tú eres la mejor», «si te esfuerzas lo conseguirás»—, y de las expresiones como «vengo aquí a darlo todo», hay poco lugar para más opciones que el todo o la nada, el blanco o el negro.

Así que muchas veces, cuando nos enfrentamos a situaciones que nos producen estrés o ansiedad, como cuando tenemos que exponernos ante otras personas, nos colocamos el listón muy alto, y si no lo hacemos de diez o como creemos que se espera de nosotros, empezamos a regar esa planta llena de espinas: «No sirvo, no estoy a la altura, los demás lo hacen mejor que yo, nunca seré lo suficientemente buena ni lista ni me podré expresar tan bien como el de al lado, que, fíjate tú, no se pone nervioso y encima lo hace todo perfecto … soy horrible, es por mi culpa».

Y así hasta el infinito, como si creyéramos que hemos nacido con una tara o que somos menos que los demás, cuando en realidad se nos olvida que somos seres humanos, de carne y hueso, y, por tanto, estamos en continuo aprendizaje. No vinimos aprendidos de fábrica. No somos perfectos. No somos robots ni tenemos en nuestra cabeza la famosa inteligencia artificial, sino un cerebro que va haciendo a lo largo de su vida ensayos, y aprendiendo de cada uno de ellos, sobre todo de los errores; y en nuestro pecho no hay una máquina a la que se puede programar, sino un corazón que late, que siente, y se resiente sin estamos continuamente exigiéndonos y criticándonos.

Cuando algo no sale como esperábamos, lo natural es sentirse mal. Enfadarse, sentir rabia… Pero una vez expresado eso que nos pasa y cómo nos sentimos, podemos regar la planta de «no sirvo» o elegir la planta de «lo intenté». Podemos optar por la planta de «qué mal lo hice» u optar por la de «a ver qué puedo aprender de esta experiencia». Podemos regodearnos en la planta de «los demás son mejores que yo» o probar en la de «hay cosas que, por ahora, me cuestan, y también cosas que se me dan muy bien».

En los momentos de dificultad, podemos tratarnos con amor y benevolencia, también con compasión, y abonar aquello que hace que nuestra vida florezca.

(El amor, siempre el amor… La música la pone mi querido Manolo Benítez).

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