Pijama party

Pijama party

Día 35. Pues no estaba yo tan desencaminada cuando me imaginaba a los objetos de mi casa reflexionando sobre estos humanos que de pronto han decidido quedarse más tiempo del habitual, incluso más del que dura una gripe o unas vacaciones de verano. Y no es de extrañar. Si yo me pongo a hablar con la aspiradora o con la ventana, ellos, que han visto perturbada la paz de sus vidas, tendrán derecho a responder.

O al menos eso es lo que debe pensar una de las minigeishas que reposan sobre el mueble bajo de los discos. Oye tú, le dice la una a la otra, alucino con esta gente que no para de hablarle a la pantalla. ¿Te fijaste el otro día? Se tomaron unas cervezas mientras estaban de cháchara, a grito pelado, con unas personas que ni siquiera estaban aquí. ¿Y ella? ¿Cantándole al ordenador, una y otra vez la misma canción? Eso no lo había visto yo ni aquí ni en Pekín.

Mira, prosigue ante el silencio de la otra, estoy hasta el mismísimo moño de tanto ruido y tanto meneo: los lunes, canto; los martes, movimiento; los miércoles, yoga; los jueves, también, los viernes, pijama party. ¿Y el fin de semana no era para descansar? No, los sábado y domingos coreografías varias o, con mala suerte, el enésimo intento frustrado de ordenar la habitación, lo que hace peligrar aún más si cabe nuestra existencia. ¡Y por si teníamos poco, el traqueteo de allá arriba!

A lo que su compañera de estantería, más discreta ella, estoy segura de que no contesta, aunque probablemente pensará lo mismo de estos seres que han alterado su apacible existencia.

Digo yo que fue esa acumulación de emociones, ese exceso de agitación, y la falta de complicidad de su vecina, lo que provocó que esta mañana la minigeisha, contraviniendo todas las órdenes administrativas, haya querido darse a la fuga.

No encuentro otra explicación –a menos que haya habido un terremoto o la estantería se moviera ella solita- para la siguiente escena: primero, un ruido al fondo de la casa mientras tomamos café. Inspección ocular, nada que reportar. Segundo, y aquí viene lo grave, me siento a escribir y, al alzar la mirada, me encuentro con la de la izquierda fuera de su sitio, con clara intención de escapar. Su posición, caída fuera del tiesto, y un leve destello en unos ojos normalmente sumisos, delatan sus intenciones.

La otra, mientras tanto, permanece impasible, aunque no me fío.

Queridas, les digo mientras devuelvo a la prófuga a su habitáculo, como ya sabrán, hoy también nos quedamos en casa.

 
Permiso para sentir
Estampas
Un café solo, por favor