Día 81. Nada como una estancia prolongada en casita para redescubrir objetos largamente abandonados, como un molinillo de café que llegó a nuestras vidas para hacernos partícipes de ese glorioso placer del que todo el mundo hablaba y que, como otros chismes, quedó arrimado durante años en el fondo de un ropero. Ese sí que fue un confinamiento largo.
Pero a veces pasan las cosas que pasan: compras una marca distinta y ¡sorpresa!, café en grano. No es lo que andaba buscando pero qué oportunidad, llegó el momento de usar la maquina, antes de que se oxide o se desintegre. Dicen que es una experiencia sublime, ese aroma, esas notas afrutadas…
Instrucciones: rellene, apriete el botón. Parece fácil.
Mi fantasía cafetera comenzó a desatarse con el encierro y la vida me ponía en las manos la oportunidad de saborear uno casi igualito al de la calle. ¿Debo interpretarlo como una señal? Ante tamaña provocación, mis papilas gustativas se perdieron en los recuerdos: ya verás, esto va a ser lo mismo que cuando lo tomaste solo por primera vez; prepárate, igualito que cuando por fin te decidiste a probar el aguacate.
Y sí, ocurrió, ocurre. Cada vez que abro la lata que contiene el preciado tesoro se me abre el apetito, las aletas de la nariz se mueven golosas y comienzo a paladear, como si ya tuviera en los labios, mmmm, la taza del rico café que me voy a tomar… si es que no se me quita antes la afición, porque mucho aroma y mucha experiencia sublime pero la verdad es que esto de ser sibarita es un tremendo coñazo, o yo no estoy hecha para tanta parafernalia.
Para empezar, no sé durante cuánto tiempo hay que moler el grano. Para seguir, la mitad de lo molido se queda dentro del recipiente, de manera que tengo que acudir a una cucharilla, al dedo o a lo que tenga a mano para vaciarlo y así aprovechar -que está muy caro en dinero y en mano de obra- cada granito minúsculo obtenido con paciencia y devoción. Para terminar, lavemos la máquina por dentro. Y para concluir (ya se ma están quitando las ganas), coloco lo molido en la cafetera, guardo el restante (lo admito, hago un poco más porque no tengo tanta paciencia a las siete de la mañana) y pongo una vela a Santa Rita, a ver si esta vez sí, el agua logra traspasarlo y pueda tomarme el dichoso café antes de una hora. Hasta manía le he cogido con tanta trabajera.
Salvando las distancias, el proceso me deja un regusto parecido a todo lo hago y no hago, siguiendo las instrucciones, recomendaciones y prohibiciones de las autoridades varias, antes, durante y después de una salida a la calle y en los lugares que no son mi casa. Me agoto. Similar al que me produce la poca lectura que hago de la prensa. Ma da flojera. Y también al que se me queda cuando descubro que en algunos ámbitos que hace tiempo que no pisaba, no es lo mismo pero sigue siendo más o menos igual. Me desalienta. Me cabrea.
Con la fase tres a la vuelta de la esquina lo voy asimilando, pero si lo pienso mucho se me quitan las ganas. Menos mal que me las devuelve la certeza del reencuentro con el aire libre, con el mar, con la gente querida, con la vida que me llama, que me ofrece a cada paso sus sabores agridulces y también su belleza. Voy a necesitar, para mantener la afición más o menos intacta, toneladas de humor, amor y paciencia. Molida o en grano.
(Hoy la música la pongo yo, mientras Manolo Benítez se toma un café o algo).
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