Día 69. Hasta la mismísima coronilla estoy de las banderas que se cuelan cuando menos te lo esperas con la rastrera intención todas ellas de que no podamos ver bien el bosque, o de que solo nos fijemos en la rama ajena. Hago todo lo posible por abstraerme, por fingirme loca para no dejarme arrastrar, por contar hasta diez, que hasta nueve es el tiempo comprobado científicamente que hay que esperar para no reaccionar, algo muy útil en estos tiempos en los que es mejor dejar en reposo lo que sale a boca jarro porque hay vidas en juego, señores, que parece que no nos hemos enterado.
Cuento, pues, hasta diez, un segundo más de lo recomendado, el margen que necesito para pensar en lo que verdaderamente me importa, esa sí que es mi bandera.
Mi bandera es ninguna y son todas las que me invento. Es la malla negra y blanca que hoy me puse porque es domingo, y lo mismo me sirve para hacer unos estiramientos que para sentarme a leer o para lucir piernas en el aperitivo. Una bandera de andar por casa, vamos. Es la bolsa con el arcoíris al fondo de mi cocina, útil para hacer la compra, guardar paños o echármela al hombro, como si saliera a la calle de la mano de todas las personas que sienten que les representa.
Mi bandera es la mascarilla lavable que me pondré en el paseo de la tarde, visto que no hay manera de guardar las distancias; es mi cara despejada, las canas que voy luciendo; es la toalla de la playa, lista desde hace una semana para reconquistar libertades en una parcela pequeña en la que no pienso molestar a nadie; es cada una de mis manos -con su particular danza en el teclado- que crean pequeños relatos con los que espero llegar de alguna manera a otros, manos que se someten, todas las veces que haga falta, al lavado minucioso, manos que se alzan para pedir, para opinar, para dar, para recibir.
Mi bandera particular es la honestidad, la franqueza. Es mi libertad y es la tuya, aunque ahora esté regulada por decreto. Es también la distancia óptima –a veces mucho más de dos metros- que necesito poner con aquellos con los que no comparto bandera, que no tiene por qué ser una de colores, de las que van en el mástil, el balcón o la pulserita; puede ser otra más sutil o más evidente con la que no esté de acuerdo.
Porque bandera, ya lo dice el diccionario, es una enseña, una señal, y enseñas son todas los gestos y decisiones, eso que hago cada día, también las palabras, en la casa, en el trabajo, mientras me tomo un café o me desgañito o hablo a medias por los innumerables canales que nos permiten estar más conectados y también decir cualquier cosa, así, sin filtro, ese que sí necesitamos ahora para andar por la calle si queremos evitar más contagios.
Mi bandera, si tuviera que elegir una, sería la de un movimiento para poner en cuarentena todas las banderas. Ofrezco mi patio, que ya está entrenado. Y mientras se desinfectan -eso sí, a fuego lento, aquí no hay hidroalcohol ni fases que valgan- igual sería necesario darle a la moviola, con las jugadas más interesantes de los dos últimos meses, que se resumen en estos datos: 28.678 muertos, 235.290 enfermos, 150.376 curados. ¿Seguimos con las cifras del paro?
Y como no quiero amagarme el domingo, y tampoco sé cómo se arregla este tremendo lío, hago mías las palabras de Benedetti para la bandera que pienso poner en el patio: defender la alegría como una trinchera. Y si hoy no toca alegría, porque no estamos peleando, defender la rabia o la tristeza por un rato.
(Manolo Benítez tenía muchas opciones. Al final se quedó con esta).
Día 68. Me pregunto si cuando todo esto acabe haré una reforma total de la habitación donde escribo. Si tendré que mover todo de sitio, pintar (eso seguro) o hacer […]
Sigue leyendoDía 67. Ante la inminente llegada de la fase 2 -crucemos los dedos de las manos y los pies- empiezo a necesitar de forma urgente un manual de instrucciones para […]
Sigue leyendoDía 66. Érase una vez una bella playa de ciudad, conocida en el mundo entero por su clima sin igual, la bondad de sus aguas y su paseo kilométrico, que […]
Sigue leyendo