Día 95. Creí que lo que nos han vendido como nueva normalidad traería a nuestras vidas individuales y colectivas lo que dice la primera palabra de esta expresión, algunos gestos diferentes, un soplo de aire fresco. Como podría ser, en mi caso particular, algo tan sencillo como sacar la cabeza de la pantalla del móvil mientras voy en la guagua. Me lo prometí mil veces durante el confinamiento, nunca más perderé el tiempo con tonterías, nunca más me perderé el paisaje, aunque sea el de siempre, para no perderme algo que, la puritita verdad, no me interesa tanto. Y sin embargo, en cuanto me relajé un poco volví a las andadas. La única promesa que he mantenido intacta respecto al teléfono es no hablar mientras voy caminando. Porque me cansa, porque no me apetece ese diálogo que parece de locos y si encima tengo la mascarilla puesta es mucho más complicado.
La mascarilla. Es lo más nuevo, diría que lo más novelero, de esta presunta normalidad a lo que nos encaminamos. También el lavado de manos, pero la verdad, ni tiene glamur por mucho Chanel número cinco que le pongan, ni se nota cuando te sacan una foto. Las mascarillas, por contra, se ven por todas partes: ahora ya no solo lucen en cualquier esquina de la anatomía humana, también en mitad de la calle, en la arena, en el mar, en los barrancos. Y en los rostros de nuestros queridos políticos y profesionales de la vida pública especializados en sacar tajada de todo, que han retomado su vieja normalidad con fuerza, la de inaugurar hasta el bordillo de la acera, enfundados ahora con el uniforme oficial, como si fuera una pancarta, una proclama: “nosotros somos como tú”, parecen decirnos, “remamos juntos, con mascarilla y todo”.
Cuando los veo, multiplicados hasta el infinito con versiones del embozado para todos los gustos, me pregunto qué parte del mensaje que nos lanzaron sin ton ni son durante los últimos meses, eso de que las verdaderas protagonistas son las personas, las anónimas, las que han vivido y siguen viviendo en directo las consecuencias del virus y de la crisis en la que nos ha sumido, no han entendido. Ilusa de mí, creí que se lo iban a tomar en serio y, sin embargo, hacen de la mascarilla una feria.
La de su vanidad, que les impide dejarse de lucimientos personales, que les impulsa, ciegos y sordos, a aprovechar -pongamos que sin intención- el dolor y el sufrimiento ajeno para tener sus dos segundos de gloria. Lo sé porque alguna vez, hace no tanto tiempo, yo formé parte en la trastienda de la maquinaria destinada a lanzar mensajes públicos. Lo que nunca me imaginé es que viviríamos una pandemia, con consecuencias dramáticas que desdibujan presentes y futuros de millones de personas, y que muchos los que tienen que dar ejemplo, digamos que dar un paso atrás para guardar las distancia o el respeto debido, no se curarían de lo suyo ni un poquito.
(Propuesta musical de Manolo Benítez).
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