Miraba al cielo como quien mira al oráculo: cielito, cielito, dime qué va a pasar. Y el cielo, inmutable, mostraba toda la belleza que cabe en su inmensidad: un azul intenso de septiembre salpicado de nubes. Y callaba. Callaba como solo sabe hacerlo el cielo cuando no tiene nada que decir, o cuando bastan los ojos para descifrar el mensaje.
Miraba al cielo —como tantas veces en las que me he sentido perdida— en busca de una señal, de amparo, de respuestas, de una mirada amiga, de un manto que me abrigara en ese día caluroso en el que yo tenía frío.
Y el cielo seguía en silencio.
O eso pensaba yo, hasta que me di cuenta de que era precisamente esa inusual calma que llegaba desde allá arriba el mensaje que todos mis ruidos —todas las cosas que me habían quedado por hacer, la musiquilla incesante que no para en mi interior, el acúfeno que no me deja vivir, el teléfono que suena hasta cuando calla, las escenas que estaban por llegar y que ya presagiaba con sus correspondientes emociones, los miedos, mis miedos— me impedían escuchar.
Así que miré una vez más al cielo y me sentí afortunada, agradecida por seguir, un día más, un minuto más, un segundo más, un instante más, envuelta en su sabiduría y su misterio.
Y aquí sigo.
(La música, con las bendiciones de Manolo Benítez, la elegí yo. Una de esas canciones y una escena que te hacen reír y sonreír y llorar al mismo tiempo).
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