Día 71. Tengo hambre de abrazos. Y hoy toca arroz con calamares.
No será por falta de brazos, habrá quien diga. No, afortunadamente de eso hay en esta casa.
Es otra cosa, una sabor extraño que me deja cada encuentro, fortuito o no, con personas cercanas e incluso no tan cercanas a las que, si la situación no fuera la que es, les darían un achuchón. Es un regusto amargo, un anhelo que está presente en toda la conversación y, cuando digo adiós y sigo mi camino, me parece que no nos vimos del todo, o que algo importante no se acabó de decir.
A veces me imagino que con ese abrazo de carne y hueso puedo constatar: aquí estamos, seguimos vivos. Otras es un puente a la franqueza: qué susto tengo todavía, qué bien que estás ahí. En ocasiones sería un diálogo en silencio, tristeza, alegría, lo que venga, compartido a base de piel con piel, ese método infalible para que el corazón recobre vida, trote y después se serene. Ay, qué rico.
Por muchas palabras que queramos poner, por más que escriba, hay asuntos que solo pueden expresarse con un abrazo. Es: acógeme, que tengo frío, o vamos a darnos calor. Es estamos juntos en esto, puede ser también dolor. Es no estamos solos, es aquello de que somos mucho más que dos. Es todo va ir bien, y si no, también estoy.
Un abrazo no cura la incertidumbre de estos tiempos inciertos, pero está indicado para arrebatos de miedo, de soledad y de melancolía. No da de comer ni restituye la salud, ni la vida, ni el empleo, y sin embargo una pequeña dosis calma, aunque sea por un instante, la sensación de pérdida. Un abrazo no acaba con este virus, es más, en muchos casos está completamente contraindicado, porque solo ayuda a que se reproduzca.
¿Qué puedo hacer con esta hambre?
De primero, ensalada, de segundo, calamares. Como postre, una buena ración de los brazos que tengo aquí al lado. A la tarde, virtuales. ¿Y en la calle? Abrazos a dos metros, con las manos al viento o con los ojos, que también se puede.
(Manolo Benítez dice que no pega la canción. Nunca se sabe).
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