Día 13. Una hora, cual unicornio azul, ayer se me fugó. Cuando me desperté y mi marío me informó de que eran las cuatro y media de la mañana, cinco y media de ayer (¿o al revés?, no le entendí muy bien en la bruma de la madrugada) me di cuenta de que, una vez más, se me había escapado. Una fuga con nocturnidad y alevosía, programada por no se qué organismo internacional (otro de esos que controlan nuestras vidas) que decide por nosotros cuándo debemos disfrutar de la luz del día
La fugitiva salió corriendo, como cada año, con tal celeridad para no ser atrapada que apenas apreció la diferencia. Solo cuando paró un segundo para tomar aliento descubrió la soledad de las calles, el silencio extraño que reinaba donde, en tantas otras ocasiones, se escuchaban las voces de los rezagados que aprovechan esa noche extraña en la que el tiempo escapa para escapar, ellos también, de la rutina.
Todavía sin comprender, se dio una vuelta por Las Canteras, donde comprobó con asombro que las olas, en esta noche incierta, irrumpían con un sonido nuevo en su encuentro con la orilla; se llegó hasta los lugares de trasnoche y echó de menos el bullicio de los que se resisten a acabar el día: transitó, en el poco tiempo que aún le quedaba, por los caminos que me son propios, y en todos ellos encontró el mismo panorama: algo nuevo, que le invitaba a amortiguar sus pasos en el deambular por la ciudad dormida.
Hasta que se paró, intrigada. ¿Por qué esta vez no hay alma que me persiga?
Al fin, cuando la manecilla iba a marcar la siguiente hora, la fugitiva pudo escuchar con toda la claridad el latido de los corazones de los durmientes, ajenos a su marcha; y pudo distinguir también, con gran nitidez, los corazones cansados, valientes, de quienes velaban, una noche más, por otras vidas.
(Y Manolo Benítez se fugó al cuarto de al lado en busca una linda melodía).
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