De poco sirve escribir el mejor discurso, pronunciar las palabras más certeras, diseñar la estructura perfecta de una presentación, saberse de memoria el texto, no olvidar ni una coma, distribuir la mirada entre los asistentes, usar las manos como dicen los expertos que se deben usar, manejarse con el puntero y con el powerpoint, decir de corrido y sin equivocarse un buen puñado de términos técnicos… si no tenemos el ingrediente principal: el contacto.
Solo si somos capaces de conectar con las personas a las que estamos hablando se producirá un encuentro significativo, un encuentro en el que todas las partes se lleven algo. Pero muchas veces estamos tan deseosos de soltar toda la información, o de pasar pronto el trago; o tan empeñados en hacerlo perfecto, en no fallar; o estamos tan nerviosos, que se nos olvida para qué estamos hablando. Ya sea que hayamos elegido hacerlo o que tengamos la obligación de hacerlo, siempre es para compartir con otros algo —información, conocimientos, experiencias, sentimientos— que en ese momento es importante.
Compartir no es soltar el rollo, no es darle al play y empezar a hablar como si fuéramos un loro; compartir no es vomitar sin alzar la cabeza eso que nos hemos aprendido de memoria, ni es tampoco hacer un despliegue de movimientos de brazos, miradas y sonrisas para ganarnos o embrujar al público. Compartir no es emprender una carrera contra el reloj para vaciarnos de información antes de que suene el gong. Compartir no es aplicar con más o menos eficacia una serie de técnicas que nos prometieron que son infalibles.
Compartir es otra cosa. Y solo ocurre de verdad cuando dejamos a una lado los artificios y la exigencia y nos centramos en llegar al otro, en contactar con el otro.
¿Y cómo se hace eso?
El primer paso es estar presentes, contactar con nosotros mismos. Porque si nos desconectamos, si tenemos la cabeza puesta en otro sitio mientras hablamos —¿me habré dejado la plancha encendida?, ¿me equivocaré?, ¿me preguntarán algo que no me sé?— en realidad nos estamos ausentando y, por lo tanto, es improbable que podamos conectar con quienes tenemos enfrente. En cambio, si nos centramos en el presente, en lo que está ocurriendo aquí y ahora, el otro puede vernos, puede sentirnos, y empezará a estar interesado en lo que queremos compartir.
El cuerpo es nuestro mejor aliado para estar presentes. Sentir los pies bien firmes en el suelo, el torso erguido, con tono, el pecho abierto; respirar, escuchar el latido del corazón… ¿El latido del corazón? Socorro.
Puede ser que tratemos de huir de ese pom, pom, pom que es sinónimo de que estamos nerviosos. Es verdad, pero no hay que olvidar que también es sinónimo de que estamos vivos. Y si nos atrevemos a darle un lugar a ese corazón palpitante, si nos animamos a atravesar ese instante de incertidumbre y sudores, seguramente será él el que nos guíe en dirección al público, que podrá ver en nosotros algo más que un busto parlante, un vendedor o un manojo de nervios. Podrá ver a una persona que está ahí con todo su ser poniendo lo mejor de sí para ofrecer algo —información, conocimientos, experiencias, sentimientos—. Y entonces, sí, se producirá el chispazo.
(Obsérvese con qué poquito conecta Caetano. Selección musical: Manolo Benítez).
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