Todavía hoy lo paso mal. Hace dos meses me vi sometida a una “tortura” similar en un taller de dramaturgia al que asistí, impartido por Fabio Rubiano, actor, director y autor colombiano que participa en las actividades del Laboratorio Galdós . En esta ocasión, con una presión añadida: los textos que leía eran míos. Así que a la dificultad de leer en alto y hacerlo bien se unió una aún mayor, la expectativa de que eso que había escrito tuviera los parabienes del profesor y de los compañeros.
Timidez, ansias de perfección y necesidad de reconocimiento externo. Un trío explosivo.
Lo cierto es que me fue bastante mejor que en mi años adolescentes. Sufrí, sí, pero también disfruté. Pude compartir algo de mi creación con otras personas. Con su presencia, su escucha atenta y sus aportaciones, la historia y los personajes fueron cobrando vida, se llenaron de matices, comenzaron a vibrar dentro y también fuera de mí. De manera que mis balbuceos, la dificultad para respirar y el carraspeo de la garganta pasaron a ser actores secundarios frente a la emoción del proceso compartido de creación. Y así, después de cada lectura pública ganaba un poco más de confianza: en lo que estaba escribiendo, en mi presencia en un taller en el que, como periodista, me sentía a ratos como una intrusa, y también en mi mayor grado de tolerancia al hecho de que otros me escuchen mientras leo.
Cuando me miro al espejo sigo siendo la misma tímida perfeccionista con necesidad de reconocimiento. Y sin embargo, algo cambió.
Por un lado, los años de profesión en el ámbito de la comunicación y de acompañamiento a personas que tenían que exponerse a cada rato en público. En los que ha sido tan importante el diseño de la estrategia y los contenidos de comunicación como la presencia en la trastienda: la escucha, el apoyo y la confrontación en los momentos de dudas, nervios, miedos e inseguridades, y también en los del empuje y la osadía. He tenido, incluso, el privilegio de acompañar y ayudar a personas que jamás estuvieron ante un gran público ni escribieron más de tres cartas y que se atrevieron, un buen día, a coger un micrófono y leer durante dos minutos un texto de su propia cosecha. Si ellos pudieron, ¿cómo no voy a poder yo?
Esa confianza está asentada también en mi propio proceso de crecimiento personal, que me ha ayudado a identificar mis dificultades y también mis fortalezas, de manera que a mi timidez hay que sumar, entre otras, mi capacidad expresiva; me ha ayudado a ser consciente de mi cuerpo, a habitarlo y dejar que se exprese; a aprender a escucharme y a escuchar a los otros sin dejarme llevar por el ruido y los prejuicios; a valorarme, cada vez más, por el simple hecho de existir, no por lo que hago ni por cuál es mi posición en el mundo, ni por cómo me ven los demás; y sobre todo, me ha ayudado a contactar, cada vez más, conmigo y con las personas que me importan de una manera más verdadera.
Ese contacto, que es la base de una buena comunicación, me ha enseñado algunas cosas sobre lo que a mí me pasa ahora cuando voy a hablar en público:
– Sobre todo, tengo ganas de compartir con los otros, y esas ganas son superiores al miedo que me da equivocarme, hacerlo mal, que no les guste o que me juzguen.
– No estoy haciendo un examen. Casi nada en la vida es un examen. Así que si tartamudeo o me trastabillo no pasa nada. Paro, respiro, tomo agua, me aclaro la voz y sigo.
– Confío en que los demás están interesados en eso que comparto. Si me ven nerviosa verán que soy humana, como ellos, imperfecta, como ellos.
– Cuando hay verdadero contacto es como si se encendiera una luz. Entonces, no pasa nada si el corazón está a mil o me sonrojo. Todo lo contrario. Hay vida.
Parafraseando a Obama, “yes, you can”, me digo. O como dice El Kanka, «Sí que puedes».
Allá voy.