Están los viajes clásicos de toda la vida: largos (¿te acuerdas de cuando nos fuimos de musicales a Nueva York?), cortos (un Binter de esos en los que vas dando brinquitos, con su ambrosía y sin facturar), de medio recorrido (y si es en tren, mejor que mejor, aunque aquí tenemos la opción de darle la vuelta a la isla).
Están los viajes interiores (momentos de introspección que nos ayudan a mirar más allá), los viajes imaginarios (para ir a donde quieras, gratis, sin salir de casa) y los inducidos por algún tipo de sustancia o bebida o estado mental alterado o simplemente por una bocanada de aire de más o de menos, que nos dejan tan aturdidos que tardamos —con estas edades— una semana en recuperarnos del jet-lag.
Y finalmente tenemos los viajes inesperados de la vida, los que llegan sin reserva previa o, justamente, hacen que cancelemos todos nuestros planes y nos obligan a entregarnos al discurrir del río, que no sabe de agendas.
Yo tenía una bien cargadita —gracias a no sé qué combinación de algoritmos o a la confluencia de fenómenos atmosféricos sobre Canarias— de sugestivas propuestas con las que iba a llenar mi tarjeta de puntos para dar la vuelta al mundo por dentro y por fuera varias veces. Pero se me ocurrió bajar la guardia, aflojar un punto, darle un descanso a mi mala leche, que, dicen las malas lenguas, era el motivo por el que el bichito no estaba muy interesado en mí; y entonces se coló por mi aparato respiratorio, trepó hasta mi cabecita y me dejó tan turulata que ni siquiera me dio opción al viaje interior, siempre tan socorrido; el único viaje posible, por un par de días, fue al sillón y a la tele, que hablaba para mí como quien le habla a los locos, sin esperanza de que hubiera comprensión pero con la certeza de que estaba cumpliendo su misión: mantenerme más o menos a flote en medio de la neblina y la tos.
De todos los viajes que tenía para esta semana, el que más rabia me daba perderme es el que tenía hoy por tres centros ocupacionales de Gran Canaria, a donde el Festival Bach llevó la música en directo gracias a un programa social que es como un sol en mi vida. Menos mal que alguien inventó la fotografía y el vídeo y el teléfono móvil y el wasap, y desde mi sillón he podido teletransportarme para sentir/escuchar/vivir/compartir como si un pedacito de mí hubiera estado allí: los dedos que chasquean al ritmo de la Chica de Ipanema, el Cumpleaños feliz a veinte voces, los aplausos, las sonrisas, la emoción del público, la emoción de los músicos, mi propia emoción al poder ser parte de este viaje.
(El otro viaje importante, con su Bínter y su todo, llegará más pronto que tarde, para seguir compartiendo con mi compañero de aventuras, Manolo Benítez, quien me regaló esta maravilla de música para seguir soñando, disfrutando, sintiendo, volando).
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