Día 33. Acudo a mis recuerdos de las clases de naturales para retener en mi cabeza la estampa: cielo azul intenso surcado de cirros y cúmulos. Sopla el viento. La espuma blanca salta sobre las olas. ¿Mar rizada?
En mi ritual cotidiano, el camino de vuelta del contendor lo amplío unos metros hasta la esquina de Las Canteras, siempre hasta el mismo adoquín, temerosa de que en el enésimo remiendo de la peatonalización algún listo hubiese aprovechado para instalar un dispositivo que desata todo tipo de sirenas si rebaso un milímetro la frontera. Yo lo sé y mis pies también lo saben, no puedo ir más allá, y la estancia no puede ser de más de un minuto.
Cuando llego me siento como una infractora, una fugitiva, alguien que está haciendo lo que no debe. Miro a derecha e izquierda de forma instintiva. ¿Cómo osas tú, que has recibido una estricta educación, ir unos pasos más allá del camino de vuelta? ¿Cómo te atreves a disfrutar mientras otros están sufriendo? Reminiscencias de una educación estricta, digo yo, porque en realidad apenas es un instante, una gota en las horas del confinamiento.
Con la práctica he aprendido a acallar mis voces. Quiero aprovechar el tiempo. Y por eso no llevo el teléfono móvil, para no perderlo con inutilidades, ese tiempo precioso que dedico a hacer una foto mental de lo que la naturaleza –más allá de la cinta de prohibido pasar y del paseo- me brinda cada día. La imagen la guardo para reproducirla paso a paso en voz alta o rememorarla en algún momento del día.
Solo una tarde, y con toda la intención, acudí a mi cita pertrechada para regalar a los míos una puesta de sol. Como siempre, fue apenas un instante. Como siempre, me sentí afortunada. Como siempre, me acordé de muchas personas. Como siempre, retorné en silencio, con una nueva estampa, a mi casa.
(Manolo Benítez en la selección musical).
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