Escribir, sentir, vivir

Escribir, sentir, vivir

Escribo 2022 y me doy cuenta de que llevo más de media vida emborronando libretas. La única diferencia entre mis comienzos y ahora es que antes tenía mejor letra. No es que fuera maravillosa, la verdad, pero al menos era capaz de entenderla cuando me daba por releer mis escritos de adolescente, llenos de dudas y de temores (un poco como ahora), aunque también de pasiones (sí, en esencia soy la misma).

No sé por qué, cuando descubrí la escritura me pasé enseguida de la libreta, más propia de lo que entonces se esperaba de una muchacha que escribía su diario, al folio grande; supongo que era una manera de poder explayarme sin necesidad de pasar la página, de darle la vuelta, y aún así era capaz de llenar en una tarde hojas y hojas por delante y por detrás, desde la esquina superior izquierda hasta la esquina inferior derecha, con las letras bien apretadas, como si eso que andaba en mi cabeza saliera en el mismo formato en el que estaba dentro: a borbotones pero comprimido, apelotonado, porque todavía no era yo capaz de darme permiso para expandirme, para coger aire y abrir las letras y las palabras, como quien abre las alas, y ocupar todo mi sitio.

Era una adolescencia contenida, como tantas. Lo que ocurría dentro de mí, de ese cuerpito y esa cabeza en proceso de convertirse en mujer, tomaba, cuando salía al mundo, forma de garabatos que parecía que no iban a tener fin. Escribía, un poco como ahora, sin pensar demasiado, la mano se dejaba llevar por el torbellino de palabras que pugnaban por salir, y cuando ya estaban fuera, en tinta verde o azul sobre folio blanco, me parecía que el mundo, mi mundo, era un poquito más leve; incluso, como ahora, podía sentir, de pronto, sin anunciarse, la belleza: una que no estaba en nada que ocurriera fuera, sino esa belleza intangible del pecho que se expande, los ojos que miran al cielo, una sonrisa que me reconcilia con el mundo, un suspiro que me ayuda a aflojar, a hacer hueco para que entre aire nuevo, más limpio, y la esperanza que atraviesa el corazón.

A esa edad, como ahora, emborronaba páginas en blanco por el placer, también la necesidad, de que ese torrente interior encontrara su cauce.

A esa edad, como ahora, devoraba libros —como este Inventario de Mario Benedetti que me acompaña desde la Navidad del 85— llenos de palabras que se juntaban con las mías en esa cabecita soñadora y ese corazón anhelante, y con un poco de suerte me llevaban, me llevan, cuando llego al punto final, cuando cierro la tapa, cuando dejo el bolígrafo en resposo, de la mano hacia el silencio; y de ahí, de nuevo, hacia la vida.

(Así lo ve Manolo Benítez, que pone, como siempre, música a mis palabras).

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