Elogio de la máquina de escribir

Elogio de la máquina de escribir

Gracias a una máquina de escribir, mi abuela paterna pasó los rigores del final de la Guerra Civil de una forma digna en Salamanca. No había muchos trabajos para una profesora de latín y de piano en aquellos momentos, pero sí para una persona con conocimientos de mecanografía. Así que mi abuela Rosario se alió con la máquina que le pusieron delante para poder dar de comer a su familia.

Mi madre me ha contado mil veces esta historia y mil veces me ha hablado de lo mucho que me parezco a ella, por su sentido práctico de las cosas, por su fuerza y su tenacidad para afrontar y salir airosa de las situaciones difíciles de la vida, que en su caso, como en el de millones de españoles de la época, fueron muchas.

No sé yo cuánto de ella hay en mi forma de encarar las cosas; no sé yo si tengo ese espíritu de sacrificio y esa rectitud de la que siempre habla mi madre; lo que sí sé es de mi amor por las máquinas de escribir, que empezó muy temprano con la de mi abuelo materno. Literalmente le hice sangre: con esa curiosidad que siempre he tenido, no paré hasta descubrir cómo utilizar la banda roja que asomaba en la cinta debajo de la negra. Como tantos niños que se encontraban de pronto con semejante artefacto, aporreaba las teclas, que acababan enredadas gracias a mi furor infantil y a mi falta de pericia, se trababa la cinta, y yo era feliz cuando el carro llegaba al final y escuchaba esa campanita, ¡ting!, que daba paso a la siguiente línea. Todo esto con la participación de mis hermanas, que también querían tener su dosis de escritura (real o imaginaria), y las advertencias que se escuchaban a lo lejos sobre el castigo que nos caería si la máquina se rompía.

El negro y el rojo siguen presentes en mi vida. También el artilugio, reconvertido ahora en ordenador. En el camino, fui propietaria de dos máquinas de escribir que me compré en una tienda de los indios —de esas donde vendían todo tipo de aparatos— durante la carrera, cuando ya sabía que mi amor por lo que salía de ellas, las palabras, se había convertido en oficio: el periodismo. Era un híbrido, porque tenía una pantallita donde se iba grabando lo que escribías, y cuando le dabas al botón de enter, lo traspasaba al papel. Casi tan mágico como la cinta roja y negra de mi infancia.

La magia fue creciendo con el uso del ordenador. El primero, un Macintosh con el que nos dejaban practicar en la facultad: cuadrado, blanco, con su manzanita de colores a un lado, igualito a los que se veían en las películas americanas de periodistas. La primera vez que me puse frente a la pantalla y rocé el teclado con mis dedos, me sentí como en las clases de química, emocionada por el misterio y temerosa de que aquello fuera a explotar. Un temor que se me quitó de un plumazo en la redacción de La Provincia, donde no paré de escribir, de pelearme —como todos— con el sistema informático y de seguir asombrándome por el hecho de que lo que salía de mis manos acabara cada día, negro sobre blanco, en el papel del periódico.

Más de treinta años después, aún sigo enamorada de la máquina de escribir de mi abuelo Agustín. Tanto como de las estanterías atestadas de libros de la casa de mi madre, de todas las palabras que aprendí, de las historias que escuché, de las novelas que leí. Ellas me llevaron hasta aquí: despertaron una curiosidad que aún sigue muy viva; me impulsaron a salir de mi caparazón, de mi isla; me dieron alas para volver; una profesión, el periodismo; una vocación, la comunicación; y una pasión, la creación.

Si todavía funcionara, la usaría para escribir cartas de agradecimiento, folios repletos de las palabras que se me agolpan en la garganta y que, como tantas otras veces, solo me dejarán tranquila cuando sea capaz de ponerlas en orden sobre un papel.

Así que ahi van, a modo de resumen:

Quiero dar las gracias a mis abuelos por todo lo que me llegó de ellos; a mis padres, por darme la vida y tantas cosas, y a todos ellos, por inocularme el amor por las palabras y el don de la escritura.

Quiero dar las gracias a las personas que me han acompañado y ayudado a poner en marcha el proyecto con voz propia, mi creación más querida: a Graciela, por creer en mí y apoyarme, también en esta nueva aventura; a Sergio, por su complicidad y por crear el mejor logotipo (en blanco, rojo y negro) que podría haber soñado; a Manolo (Cardenal), por las fotos y por ser mi hermano; a Pilar, otra cómplice, por su ayuda técnica, su mirada experta y tantas charlas; a Héctor, por su paciencia y entrega para crear esta página web; a Manolo (Benítez), por el amor, la música y las flores.

Y aquí, con el permiso de ustedes, se acaban las palabras. ¡Ting!

(Y empieza la música, cortesía de Manolo Benítez).

Magia potagia
Una inglesa soñadora
Desde el cielo de los perros