Día 83. Mi dueña es un poco voluble. No se me ocurre otra palabra para describir a una persona que lo mismo me ama que me trata con indiferencia. Que lo mismo hace como si no existiera que declara que fue un gran acierto traerme a esta casa. Mira que le he aguantado rollos en los últimos meses y la muy despegada ahora no me hace puñetero caso. ¿Qué te crees, que por ser de madera no tengo mi corazoncito? Eso le digo cada vez que reposa sobre mí, algo que empieza a ser anecdótico. Pero ni caso. A punto estoy, me temo, de volver al mismo ostracismo al que me confinó desde que ella se prendó de mí y yo de ella, claro. Suena raro, pero así pasó.
Soy ligera, amarillo el asiento, ni muy alta ni muy baja. La banqueta perfecta. Muchas personas me probaron y otras tantas me miraron de reojo, pero solo esta mujer parlanchina y risueña me eligió después de dar vueltas y vueltas a mi alrededor. Me tomó con las dos manos, me posó con delicadeza en el suelo, me hizo una foto y a continuación llamó por teléfono, se escuchó su risa en toda la tienda y diez minutos más tarde ya tenía dueña y un rincón solitario donde cogí polvo y humedad durante varios años, hasta que un buen día volvió a mirarme con esos mismos ojos de enamorada.
El segundo entusiasmo también le duró poco. Si no llega a ser por la pandemia todavía tendría las bandejas del horno y las sartenes sobre mis lomos, como si hubiera sido creada para tan bajo propósito. Y puede ser peor, he llegado a ser perchero y estación de paso de calderos, del pan antes de cortarlo, de un plato donde se están descongelando los langostinos del almuerzo y hasta de los trapos de cocina limpios en su camino hacia el ropero.
Reconozco que tampoco estaba tan mal esa vida, de hecho durante un tiempo largo me pareció mejor que la nada, que la soledad a la que me había sometido en los primeros años. Pero cuando descubrí mi verdadera naturaleza, cuando por fin pude acoger a un ser humano –principalmente a ella- y ser partícipe, a través de la vibración de su cuerpo, de sus cuitas, de sus neuras, de sus charlas telefónicas y de sus diálogos internos, de sus risas y de sus fiestas, de su afición de voyeur y de sus escritos indescifrables; cuando viví todo eso me encontré conmigo misma, es decir, con ella, y fui feliz, yo, un simple taburete de madera, tenía un papel central en esta tragicomedia que dice la susodicha que están viviendo los seres humanos.
Eso dice, que he sido tan importante en este momentos de su vida, y sin embargo lleva un par de semanas huidiza, solo se acuerda de mí cuando no encuentra cobertura en el salón (qué tendrá ese sillón que no tenga yo) y en los aperitivos de fin de semana. Entonces sí que viene, toda zalamera, hasta mi rinconcito, y me arrastra hasta la barra improvisada que han montado en la cocina. Entonces sí que se balancea, trepa y se deja caer, y vuelven las risas y las fiestas, y las cuitas por la incertidumbre y siempre hay noticias frescas.
Hoy comentó algo que me inquieta. Por lo visto se está acabando el vermut. También la fase dos, y ahora llega la tres y las barras de los bares. Esos lugares incómodos, siempre llenos de gente, donde te tienes que pelear por un hueco y por una banqueta. Ese decir, por una pariente lejana mía, mucho más fea, eso seguro. Si es que pillas una, porque dicen por ahí -me enteré en la ventana indiscreta a donde ahora llegan un montón de conversaciones callejeras- que hay que hacer cola o pedir hora, y estar a dos metros.
Le quedan dos telediarios, decía mi dueña mientras sus pies descalzos jugueteaban sobre mis travesaños. Me eché a temblar. ¿A mí? No, tranquila, creí entender que lo del aperitivo llegó para quedarse. Es que el vino blanco también se está acabando.
(Manolo Benítez dedica este tema a su hermana Pino).
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