Día 64. Una cola larga e interminable en la que se te van quitando las ganas de hacer lo que ibas a hacer, te pones a juguetear con el teléfono móvil, te echas una tertulia con quien te acompaña o haces amigos. Tal como se están poniendo las cosas estoy segura de que será un nuevo punto de encuentro (nos vemos en la cola de Correos a las doce, yo llevo mascarilla azul y una flor) o de desencuentros (que te dije que era mala hora, que te dije que podía venir solo).
Para la posteridad (o para cuando quiera que sea) quedaron esos días en los que se iba sumando gente a la mesa de la terraza donde te estabas tomando el aperitivo del sábado, que se convertía en almuerzo, total se juntaban dos y hasta tres mesas y la tertulia se disolvía cuando ya era la hora del apagar las luces.
Los que se iban antes dejaban su parte a los que se quedaban, yo me tomé dos cervezas, y los que recién aterrizaban aprovechaban el cubierto ese que nunca se sabe de quién es para picar, o directamente metían el dedo en el plato de aceitunas, un gesto que, a buen seguro, ahora acabará a golpe de sirena o de manotazo, aunque tampoco, porque como solo nos podemos tocar los convivientes, lo más que se puede hacer en estos casos es alertar al implicado antes de que ocurra lo inevitable y, si ya no es posible, encomendarse a alguna virgen o dejar el plato sin comer.
Ahora hay que pedir cita para todo, y si no, a aguantarse o a adaptarse: un ratito de pie para que te atiendan en el banco y otro ratito apoyada -aunque en realidad no debería- en la fachada que ya no puede más con tanta gente que espera hace ni se sabe. Cola a la puerta del supermercado, de la farmacia, de las tiendas de telefonía e incluso en la de un comercio de reparación de relojes vi una de lo más concurrida esta mañana.
Supongo que a muchos se les rompió el mecanismo después de casi dos meses de hibernación, de más de sesenta días en los que las manecillas casi ni andaban. Y aunque hubo cambio de estación y hasta de hora, parecía que el tiempo se había parado o que, por obra y gracia de algún agujero negro, nos habíamos instalado directamente en el futuro incierto que tanto hemos visto en las pelis de serie C (léase de castástrofes varias).
No es de extrañar que los relojes se hayan vuelto un poco chiflados en este tiempo sin tiempo en el que una cuarentena resulta que dura más de 40 días y algunos lunes nunca se habían parecido tanto a un domingo. Por eso harán falta muchas fases e infinitas colas todavía para que la vida vuelva al sitio, aunque de momento no sabemos muy bien cuál va a ser, o si se parecerá mucho poco o nada a la que teníamos, lo que nos lleva de nuevo a la cola para coger la guagua, que la anterior venía llena, o para tomar un café fuera de la casa.
Yo hice una cortita esta mañana y pude al fin tener esa sublime experiencia (un solo y un bocadillo de jamón, por favor). La espera, la verdad, valió la pena.
(Canción para una cola, by Manolo Benítez).
Día 63. La aparición de un hombre-rana al fondo de la rampa por la que pretendía llegar una mañana más a la arena me recordó que con las luces del […]
Sigue leyendoDía 62. La primera vez que vi a dos militares haciendo la ronda bajo mi ventana sentí una punzada ahí donde acaba el esternón, ese hueco en el que dicen […]
Sigue leyendoDía 61. Después del incendio del pasado verano, la primera salida a nuestros paisajes queridos, justo los que más se vieron afectados por las llamas, tuvo algo de viaje sagrado. […]
Sigue leyendo