«¿Por qué no me miras con ese ojo?», pregunta el chiquillo con naturalidad, como quien pregunta qué hora es. Y yo vuelvo a acordarme de que soy estrábica y rescato de mi memoria la explicación médica que hace que cada uno de mis ojos tenga vida independiente y uno particularmente se vaya cada tanto de vacaciones, sobre todo si estoy cansada y no tengo la voz de mi madre para decirme: «Charito, el ojo».
A ver, estrabismo: «disposición anómala de los ojos por la cual los dos ejes visuales no se dirigen a la vez a un mismo objeto». Eso dice la RAE. Vamos, que con uno te miro y con el otro puedo controlar cómo va el número de la charcutería sin mayor esfuerzo. Esto afecta a la visión en profundidad y a la visión en tres dimensiones, razón por la cual me paso la vida chocándome con todo y aprendiendo a dimensionar el marco de las puertas.
Y cada tanto, cuando algún chiquillo —porque los adultos no se atreven— me recuerda mi condición de estrábica, vuelvo a preguntarme si me estoy perdiendo algo.
Algo importante, como una situación de peligro que mis ojos indómitos no son capaces de captar.
Algo importante, como una sonrisa fugaz.
Algo importante, como una persona querida que pasa a mi lado y ni me entero.
Algo importante, como el fulgor de tu mirada.
El fulgor de tu mirada, eso sí lo puedo ver con nitidez aunque uno de mis ojos, ¡qué digo!, aunque mis dos ojos decidan irse por un rato a descansar.
(Así lo ve, con sus dos oídos, Manolo Benítez).
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