Día 30. No hay como estar las veinticuatro horas del día en casa para que se me pierda todo. Y encima sin posibilidad de ir a la tienda a reponer. Desde que empezó el confinamiento me paso el día persiguiendo a mis dos únicos coleteros, uno marrón claro y otro azul, que aparecen y desparecen, como si cobraran vida propia y decidieran irse cada dos por tres de paseo, aunque sepan, como lo sabemos todos, que les pueden poner una multa.
Este pelo cada día más largo e indómito y ellos en paradero desconocido. Hoy he decidido declararlos fugitivos.
Lo mismo me pasa con las gafas. Me quito las de hipermétrope y unas cuantas patologías más para ponerme las que además me permiten leer la letra chica, y cuando quiero encontrarlas, ya no me acuerdo dónde las puse. ¿Encima de la pila de libros que tengo por recoger en el estudio? ¿En la repisa del lavamanos? ¿Las habré metido en la nevera?
Esa es siempre una buena opción, aunque, visto lo visto, estoy por pensar que se han conchabado con los coleteros y andan por ahí, de fiesta, mientras yo me desespero: como no las tengo puestas, el astigmatismo que me hace ver borroso obnubila mi mente, que se aturulla y protesta. Así, dice, ella, no hay forma de ver nada.
Lo único que no he perdido en los treinta días que llevo en casa es el teléfono móvil. Como si de una prolongación de mi mano se tratara, me acompaña a todas partes, esto es, a cada esquina de mi vivienda. Calladito, porque lo tengo en silencio, pero en continuo temblor que me avisa de la última novedad en chistes, poemas, canciones, dedicatorias, medidas sanitarias, iniciativas varias, verdades que en cuatro minutos se convierten en mentiras y viceversa.
Gracias a este aparatito (que llegué a odiar cuando tenía dos, y me pasaba la vida cerciorándome de que no los había perdido y de que no había novedades en el frente) ahora puedo seguir el crecimiento de mi sobrina Ena. Siempre me hace sonreír. Y, de paso, el crecimiento de los jardines ajenos, para envidia mía, sin más planta que una valiente orquídea sin flor. Solo hay una cosa que me consuela: con esas casas tan grandes, seguro que se les pierden muchas más cosas que a mí. Yo, al fin y al cabo, solo he extraviado unos tristes coleteros. Muy útiles, eso sí.
(Con la inigualable recomendación musical de Manolo Benítez).
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