Día 87. Antes, hace apenas unos meses, la mejor recepción posible para agasajar a la clientela era ofrecer un copa de cava o un zumo de naranja. Mientras hacemos la entrada, te decía el recepcionista del hotel, y tú bebías, aunque no estuviera muy bueno o no fueran horas, solo por sentir lo que se siente cuando estás de vacaciones, o por hacer como los chonis, que desde el desayuno andan empinando el codo o consumen litros de ese líquido naranja imposible, y no fallan ni un solo día porque va incluido en el precio y ya que estamos, vivamos y bebamos.
En la peluquería, siempre un café, para aguantar el tirón mientras esperas tu turno para las mechas. O para no quedarte dormida mientras te las hacen. Como segundo opción, un vasito de agua, tan socorrido. En una a la que iba hace unos años, a cada hora pasaba una de las muchachas jóvenes, me imagino que estaba en prácticas, con caramelos Sugus y galletitas saladas. Nunca supe cuál de las dos opciones me gustaba más, aunque siempre me decanté por los caramelos, porque uno solo da para una sesión completa -entre que lo saboreas y logras acabar de descomponerlo y comértelo, si no acaba él antes con tu dentadura- mientras que una triste galleta salada solo sirve para que te den ganas de pedir el paquete entero, y puestos a pedir, una coca cola.
En las tiendas finas, en las que solo con mirar el escaparate sientes cómo se te va la mitad del sueldo, lo suyo es que abra la puerta un amable dependiente, botella de champán del caro en ristre. Al menos es lo que te venden en las películas de Hollywood. Te sientas en un sillón blanco y mientras te muestran lo que te podría quedar bien (tu cuenta corriente sigue menguando) te echas un aperitivo con una amiga que está encantada de conocerte. Con su bombón de chocolate belga, qué detalle, para que no se te suba mucho a la cabeza.
Esto último es una fantasía de las mías, no me ha ocurrido nunca y me temo que tampoco me ocurrirá. Aunque tengo que reconocer que, tras la salida del encierro, mis pocas experiencias al atravesar la puerta de un local comercial -véase peluquería, restaurante y una tienda de ropa a la que entré para hacerme una idea de cómo iba la cosa- han sido muy gratas en lo que al recibimiento se refiere. Es decir, en todas me han ofrecido algo, con indicación amable y a la vez firme, apenas un gesto con el dedo o una mirada, de que no puedo elegir entre té o café, o decir no, gracias: señora, ¿desea un poco de gel?
(La música que eligió hoy Manolo Benítez es de las de suspirar, tan bonita).
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