Levanté la cabeza y ahí estaban de nuevo, aunque en una pared distinta, esos dos pares de ojos, esa piel oscura y brillante, esos rostros serenos que me han acompañado durante tantos años en mis muchas mudanzas de despacho. Y sin esperarlo, como un regalo llegado fuera de fecha, que son los que más saben, tuve la sensación de que había vuelto a casa.
Solo hizo falta una alcayata, un taladro, un compañero que lo colgara en la pared y mi decisión de darle, por fin, a ese cuadro viajero un lugar más digno que el suelo, para que mi mundo interno —ya bastante enderezado, todo hay que decirlo— se recolocara otro poquito, para que mi satélite interior encontrara una frecuencia nueva, para que los dos pares de ojos, esta vez a la altura que les corresponde por derecho, me lanzaran esa mirada, que es lo más parecido al calor del hogar, a la casa a la que todos necesitamos volver.
Porque la casa es algo más que las cuatro paredes donde vivimos. La casa pueden ser unos ojos, como los ojos de los padres de los niños que no han tenido más remedio que salir de su país —por una guerra, por el hambre, por la persecución, por la violencia— y ahora tienen que dormir al raso o en un lugar desconocido entre muchos pares de ojos de gente extraña. Y esa casa que son los ojos les sostiene, a los hijos y a los padres, mientras encuentran la manera, si es que llega, de encontrar un hogar.
La casa puede ser un olor, el que salía del horno de mi abuela; una foto, esa que, en caso de tener que deshacerme de todas mis pertenencias, me metería en el bolsillo; una mantita, la que tiene más de veinte años y mil remiendos pero me niego a tirar a la basura; un sabor, una caricia, una palabra. El canto del mirlo que me encontré el otro día mientras daba un paseo.
La casa puede ser la imagen que me devuelve el espejo, que soy yo, este cuerpo que habito, con toda su belleza y todas sus imperfecciones, con el rastro y también la sabiduría que dejan la edad y los avatares de la vida. Lo miro, me miro, y cuando digo «sí» —que es como si colgara el cuadro en la pared de mi despacho, como si acudiera a los ojos de mi madre, como si me invadiera el aroma del quequi de caramelo de mi abuela, como si me cubriera con mi mantita ajada, como si mirara esa foto de mis dos amores—, da igual donde me encuentre. Estoy en casa.
(La casa es también el tema que elige en cada ocasión Manolo Benítez).
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