Entre el borde superior -bien prieto sobre la carne, más holgado por los caprichos del diseñador o desvarado por el uso- y el montículo de la coronilla -con su correspondiente pelo o piel más o menos lisa- hay todo un mundo de posibilidades, todo un terreno por explorar que casi siempre dice más verdades que todas las caras al descubierto juntas.
Parece que no, parece que si no vemos la boca -esa que a veces no se equivoca y otras veces, sí- ni la arruga de la nariz, ni la lengua delatora, ni el leve movimiento de la barbilla, ni el temblor apenas perceptible de los labios, ni el aleteo de las fosas nasales, nos estamos perdiendo algo fundamental de la conversación. Y sin embargo la mayor parte de lo que se dice y no se dice, esto es, del hecho comunicativo, se puede encontrar en ese terreno pequeño en extensión pero grande en expresión que comienza allá donde acaba la mascarilla.
Los ojos, sí, los ojos, y todo lo que los circundan. Para empezar, el caballete de la nariz, que, según la fisionomía de cada cual, puede quedar al aire para revelar las heridas de guerra de la infancia. Yo conozco unas cuantas, incluida la mía, obra de un encontronazo con una litera. Claro que para reconocer una marca así, lo mismo que un lunar, hay que estar pegaditos en la guagua, no al preceptivo metro y medio de distancia, que dejará ver otras señales, como la incipiente ojera, las patas de gallo, el rímel corrido, el cansancio de un día interminable, la huella de un lágrima furtiva, la falta de sol, el sonrojo que se escapa por donde puede; si la noche fue apacible o la edad es poca, la piel lisa, levemente hundida, que antecede al párpado inferior.
A partir de ahí, el territorio se vuelve amplio y profundo, la conversación, infinita. Si sonríes, los ojos se avivan, se achinan. Si el enfado es grande, se vuelven saltones, como en los dibujos animados, la frente se arruga, el pelo se enreda, el ceño se frunce. Si hay pena, los ojos, la frente, hasta el pelo se contraen un poco y luego caen, también los párpados, como las hojas en otoño, pierden el rumbo, como el alma, hacen un viaje hacia adentro, y el interlocutor lo sabe porque en ese momento tiene ganas de preguntar: ¿a dónde te fuiste?
Si viene la risa, los ojos se disparan con la efervescencia del tapón de una botella de champán. La piel se vuelve tersa, brillante, hasta la cabellera o la calva adquieren una nueva textura, como si hasta cada poro hubieran llegado las burbujas. Si divagan, se esquinan en busca de respuestas, si mienten -dicen- viajan al otro lado. Si la conversación se atraganta, por el motivo que sea, si en realidad no te interesa este encuentro, si deseas que acabe pronto pero no quieres quedar mal, si quieres salir corriendo, entonces la mirada se pierde, huye despavorida, se distrae con una mosca, se pone en blanco, se va más allá de la habitación o de la calle, aunque en el más acá la boca embozada parezca un torrente sin fin.
¿Y si aman?
Ahí no hay mascarilla, ni metro y medio ni decretos que valgan.
Si los ojos aman, sobran las palabras.
(Luego están las que nunca sobran, como las de Pablo Neruda. Una propuesta de Manolo Benítez).
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