Ojalá fuera tan fácil: decirte adiós y no volver a verte, ni tocarte, ni maldecirte, ni bendecirte, ni comprarte, ni ajustarte, ni lavarte en el caldero, ni recogerte del suelo, ni meterte en la secadora, ni rebuscarte en el bolso, ni colgarte del picaporte, ni desandar el camino porque no te llevo conmigo, ni escribir sobre ti, ni tropezarme contigo cada día a todas horas y hasta en sueños en los rostros de la gente y en el mío propio, ni nombrarte.
Ojalá. Olvidarte.
Pero no hay manera, estás hasta en la sopa, y por mucho que mañana nos concedan algo así como un indulto, un bulo papal para poder liberar nuestros rostros de tu yugo, lo cierto es que ya nos han advertido que debes seguir siendo nuestro fiel escudero, nuestra compañera de viaje, ese objeto imprescindible, como el kleenex, que debe estar siempre en el bolsillo y que a la mínima de cambio, y en todos los lugares donde así lo estimen las autoridades, deberás volver a enjaular nuestras caras.
Y aunque he descubierto que tienes algunas cosas buenas (eres cubridora, calentita en invierno, y sobre todo una buena excusa para no reconocer a algunas personas a las que de hecho nunca reconozco), además, claro, de tu función preventiva, este año contigo (¡ya llevamos más de un año juntas!) no me ha hecho quererte ni un poquito. Simplemente, te tolero porque no me queda más remedio.
No me mires así. Tú no tienes la culpa, ya lo sé. Tú haces lo tuyo, yo hago lo mío. Tú me cubres, se supone que me cuidas, o cuidas al otro, o yo qué sé, y yo me defiendo contra esta tortura cotidiana, que es mejor que estar encerrada, que es mejor que estar aislada, que es mejor que estar enferma, que es mejor que contagiar a otros, que es mejor que nada cuando hay vidas en juego. Pero qué quieres que te diga, querida, tú y yo hemos pasado algunas situaciones ciertamente absurdas: ¿te acuerdas de nuestro primer largo paseo por la orilla de la playa? Ahí estábamos, unidas por decreto, porque sí, para dar ejemplo. Y allí no había un alma.
Al menos parece que esta escena no se va a repetir. Mañana mismito podré sentir, sin culpa, sin miradas acusadoras, sin la amenaza de una multa, el aire en la cara, los rayos del sol, el alisio, el chispi chispi, el polvo sahariano. Al fin podré ver los rostros de la gente, descubrir sus sonrisas, las narices que se arrugan, los labios que van formando las vocales y consonantes, entender a la primera, y no solo porque la voz dejará de estar velada, sino porque seré testigo de cada pliegue, de cada inflexión, de cada apertura y contracción, de cada elevación y bajada; todo aquello que decimos más allá de las palabras.
Así que, aunque sea solo a ratos, aunque en estos tiempos, más que nunca, todo es provisional, hoy me voy a dar el gusto de decirte: bye bye, mascarilla. Aló, caras.
(Para decir adiós a la mascarilla, Manolo Benítez eligió esta música).
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