Igual que el paisaje calcinado por el fuego nos revela de pronto pequeños fulgores, una promesa de que todo cambia, todo se renueva, a veces las travesías por el desierto se ven alteradas, cuando menos te lo esperas, por brotes verdes que anuncian primaveras en cualquier época del año. Un bebé pegado al regazo de su madre en la guagua, una sonrisa cómplice vislumbrada más allá de los rigores de estos tiempos, una palabras generosas que llegan en el momento exacto, a la hora precisa, con la cadencia justa para que el corazón se amanse, el pecho se abra y una lágrima comience su viaje, y detrás otra, y otra, dispuestas a salir, al fin, del escondite donde hoy en día se guardan de los sentimientos, no sea que; y el alma se siente abrazada por quien pronuncia esas palabras que logran traspasar la línea telefónica, la lista de prohibiciones y la barrera siempre presta a alzarse, no sea que; unas palabras que tienen el mismo efecto que el agua de la lluvia sobre el paisaje calcinado por el fuego: bálsamo para las heridas, fresquito para tanto ardor inútil, abono para crear nueva vida, otro rayito para sumar a la esperanza.
(Hoy fueron palabras, la semana pasada una imagen… regalos regados con la selección musical de Manolo Benítez).
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