Día 94. Cuando la Teresita anunciaba “hoy toca conjugar verbos”, toda la clase se ponía a temblar. Aquella mujer grande, de mirada y gestos impetuosos, con un botón de la camisa siempre a punto de reventar, no se andaba con chiquitas. O te lo sabías bien, y eso incluía, además de lo obvio, la perfecta pronunciación de todas las vocales y consonantes y que esa mañana no te hubiera cogido manía, o ibas directa al paredón. Es decir, en fila contra la pared con los que ni lo intentaban, los que no se habían aprendido el futuro imperfecto del subjuntivo y los que no alcanzaban a pronunciar ni a tiros (de tiza que volaba por toda el aula) las eses finales y zetas, que ella se empeñaba en escuchar bien clarito mientras recitábamos la letanía, aunque no correspondiera para nada con nuestra vida real.
¿Primera persona del singular del futuro imperfecto del subjuntivo del verbo trabajar? No había chiquillo de once años que no se quedara mudo tras escuchar la pregunta. Primero, porque era difícil, sonaba a antiguo, a Estudio Uno en blanco y negro, y segundo, por la improbabilidad y sobre todo la incertidumbre que planteaba la profe, siempre con ganas de provocar. Eso pensábamos nosotros; ella seguro que no tenía más intención que enseñarnos los verbos, con todas sus posibilidades de conjugación, que no son otra cosa (eso lo aprendí después) que las infinitas opciones que da, dio y dará la vida.
En aquella época solo vivíamos el presente, uno muy real en el que te colocaba aquella temida profesora cuando te sometía al tercer grado. Entre sudores y miradas al infinito a ver si así no te veía, a lo más que podías aspirar era al futuro más inmediato, esto es, al advenimiento de la inspiración (me lo sabré, me lo sabré), del indulto al final de la clase (esta vez sí, se apiadará de mí y no tendré que escribirlo cien veces en la libreta) o a evocar, a modo de consuelo, el sabor de la ambrosía Tirma que acabaría, poco después, con todos los males.
El futuro, a los once años, era algo lejano, borroso, que apenas se dejaba entrever en la vida de los hermanos mayores -quienes los teníamos- en forma de granos en la cara y otras protuberancias, amistades y soledades, éxitos y fracasos, premios y castigos, el corte de pelo que jurabas que nunca te ibas a hacer cuando fueras mayor (ahí venía asomando la patita) y las primeras incursiones en el mundo de flirteo, el enamoramiento o el toqueteo más o menos inocente.
Ya de mayor entendí que conjugar el presente es practicar el aquí ahora, eso que está sucediendo en este momento, justo en el instante en que estoy escribiendo o mirando, al segundo siguiente, el sol que entra por la ventana ahora mismito. Mirar atrás puede servir para aprender de los errores, para entender el presente o para evocar, ya sin rencor, aquellos tiempos de la Teresita, cuando nos martirizaba con el futuro imperfecto de subjuntivo. Mirar muy hacia adelante, especular con lo que va ocurrir, y más ahora… Quién sabe lo que pasará si cantare, comiere, sudare, trabajare, callare, reíre, llorare, gritare, marchare o volviere.
(O volare, sugiere Manolo Benítez).
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