Día 90. Ayer por la tarde la calle tenía aires de romería. La pisé poco, la verdad, pero fue tal el impacto –por ese cielo de película de la última semana, que parece de encargo, y por el genterío en todas partes- que me figuré, otra vez, que lo del confinamiento fue un mal sueño. Aquí ya no hay BOE ni calendario que valga. El ciudadano de a pie ha decretado el fin de la alarma y, de paso, ha inaugurado el mes de agosto en pleno junio.
Aunque parezca mentira, han pasado noventa y un días desde el decreto que cambió nuestras vidas y unos cuantos más desde que la alarma se coló en ellas. Hagamos repaso: había un virus muy peligroso que dejó un reguero de muertos y enfermos en China y, gracias a la globalización, que tanto bueno y malo nos ha traído, se dispersó por todos los rincones del mundo para recordarnos, entre otras cosas, nuestra vulnerabilidad.
Nadie, ni siquiera los más sabios, tenían claro qué hacer, así que después de unas semanas de tiras y aflojas nos mandaron para casa, quietos paraos hasta nuevo aviso; este llegó en modo poco a poco, con apertura paulatina de puertas, bares (a veces parece lo más importante en este país nuestro) y recomendaciones varias que nos está costando un poquito seguir pero estamos en ello, todos nos lavamos las manos en cuanto nos ofrecen el bote de desinfectante y llevamos la mascarilla en alguna parte, no sea que nos vayan a poner una multa.
Hasta aquí hemos llegado los que hemos llegado, cansados, hartos –yo incluida- del virus y de todo lo que conlleva, y aunque estamos deseando contar las batallitas del encierro y cómo sobrevivimos con más o menos entereza a las ganas de salir corriendo a abrazar a un ser querido o a tomarnos un café en el bar de la esquina, también estamos deseando hacernos un poco los valientes y otro poco los locos, como que no está pasando.
Y queremos olvidar, y echar para adelante, y seguir con nuestras vidas, y bañarnos en la playa, y hallar consuelo en conversaciones distraídas, y pensar que todo va a ir bien, y pasar por alto, aunque sea por un rato, la amenaza de enfermarnos hoy mismo o de un rebrote más allá del verano; digo yo que por eso parece que el mundo se volvió otra vez loco, con mascarillas colgadas de la oreja o del cinturón y grupos de tanta gente, todas entremezcladas, que no hay dedos de las manos y de los pies para contarlas; por eso, digo yo, junio parece agosto, por si nos quitan otra vez la playa, o los bares, o el trabajo, o las fiestas, o las misas, o los piscos del mediodía, o los aires de romería, dos timples y una guitarra a la puerta de un bar a media tarde.
(La foto está tomada de Moya, donde ayer se celebraban las fiestas de San Antonio. Enfrente estaba la protoromería, pero eso lo dejo para su intimidad. La música evidente era otra, así que Manolo Benítez optó por esta).
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