Día 52. Las persianas a medio abrir de los comercios y locales del barrio me recuerdan que ya hemos pasado el ecuador. En unos días (¡ya tengo hora!) podré salir a la calle sin tener que ponerme las dos trabas salvadoras con las que me sujeto la melena para evitar ese gesto tan deseado y ahora prohibido de tocarme la cara. Y antes de que ese milagro ocurra (la lista de espera de la peluquería es larga) podré sentarme en una terraza a tomar el aperitivo, aunque me temo que también será con cita previa.
Podré, dicen las autoridades, ver a mi familia, a mis amigas, eso sí, con todas las prevenciones que marca la ley. Podré salir con mi pareja a cenar a algún restaurante que cumpla con los requisitos de limpieza y espacio y que, además, haya sobrevivido a la debacle. Creo que hasta podré comprarme ropa nueva y unos zapatos, algo que, en este momento, no necesito.
Podré hacer muchas cosas, algunas largamente deseadas y otras, como la de darme algún capricho, solo pequeños gestos para poder sentir que la vida, de alguna manera, sigue su curso.
Sin embargo, hay algo que me impulsa a quedarme resguardada un poco más. Después de la explosión del sábado –necesaria, humana- el cuerpo me recuerda que está entumecido, mientras una vocecita en mi interior me pide sosiego, prudencia y paciencia. De esta última, según voy comprobando en cada salida, tendré que tener en grandes dosis si quiero permanecer entera y más o menos cuerda.
Pero lo que me echa para atrás, además de la necesidad de ir de a poquito, es el horizonte de tener que hacerlo todo a medias, como si el pan se quedara un poco crudo o la señora del estanco no acabara de subir la persiana. La mascarilla, los guantes, los dos metros de distancia, el toque de queda. Todos los gestos nuevos, la parafernalia para cuidarme y cuidar a los de mi entorno, algo tan necesario y al mismo tiempo tan desconcertante.
Supongo que me acabaré adaptando, aunque hoy, lo admito, me ha podido la tentación. Me encontré con una amiga en la playa y, desde la distancia obligada, no pudimos evitar entrelazar nuestros dedos meñiques por unos segundos. Lo más parecido a un abrazo furtivo. ¡Me supo!
(Aunque el recitativo es largo, Manolo Benítez recomienda escuchar la pieza completa. Los impacientes pueden ir directos al minuto 2.49).
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