A cara descubierta

A cara descubierta

Me prometí a mí misma no volver a escribir una sola palabra sobre las mascarillas, y más ahora que por fin nos han dado una pequeña tregua, pero no ha habido manera. No lo he podido remediar. Cosas de periodista: todo lo que escribo, por mucha floritura o fantasía que le ponga, está teñido siempre de realidad, y esa realidad ha estado presidida este último año, y lo sigue estando a pesar de mi alegría de las últimas semanas tras el anunciado comienzo del adiós parcial a la cara enjaulada, por ese símbolo de la pandemia y de mucho más.

Así que hoy me decido por fin a escribir directamente, sin historias que lo endulcen —total, ya me funden unas cuantas veces al día con la mirada— sobre ellas y, más concretamente, sobre las mascarillas de la era postmascarillas. Las que, a pesar de que no es necesario ponerselas porque lo dice la ley y los más reputados científicos, y además contaminan el medioambiente que es una barbaridad, se siguen viendo por la calle y hasta en la orilla de la marea a las nueve de la noche y sin que haya más peligro que el de tropezarte (¿e infectarte, se supone?) con tu propia sombra. Si hiciera una foto y la publicara en Instagram, la titularía “Mi mascarilla y yo, una relación”. 

¿Qué es lo que lleva a un porcentaje importante de la población —mucha más de la que me imaginaba— a seguir usándola en lugares abiertos, incluso alguno cuando toma el sol? Hecha la encuesta, aquí van los resultados: 

Hay quien opina que es porque hay muchas personas que aún no se han quitado el miedo de encima. Lo compro, todos tenemos ahora mayor sensación de vulnerabilidad, a unos cuantos se nos desató el hipocondríaco que llevamos dentro (mi hipocondríaca siempre anda un poco suelta), el batiburrillo informativo hace que le atribuyamos funciones que no sabemos si tiene (¿estamos seguros de a quién protege la quirúrgica, la ffp2 o como se llame y por qué algunos llevan dos?) y, sobre todo, hay personas especialmente vulnerables que se sienten indefensas sin ella, como si la mascarilla (y ya combinada con el gel hidroalcohólico ni te digo) fuera un escudo contra toda amenaza. Sin embargo, algo no me cuadra: las escenas cotidianas en las terrazas de bares y restaurantes no hablan precisamente de miedo.     

Luego están los que están hasta la coronilla de esta situación y consideran que llevarla puesta servirá para algo: para evitar riesgos, para dar ejemplo, para que los más desaprensivos no se olviden de que el bicho sigue ahí (solo hay que mirar los datos de estos últimos días). No, no me vale pulpo como animal de compañía. Llevamos un año dando ejemplo, haciendo de la mascarilla bandera en las situaciones más absurdas, y resulta que, cuando hasta los más papistas nos dicen que ya no es necesaria en exteriores, hay quien sigue, erre que erre…

Y claro, está la fuerza de la costumbre, esa incercia que nos lleva a no quitarnos el abrigo aunque haga calor, las gafas de leer cuando ya hemos acabo de desentrañar los misterios de un prospecto y la mascarilla al salir de un espacio cerrado (hoy mismito me ocurrió a mí).

Yo tengo mi particular teoría sobre esta mascarillitis, que esta mañana he visto refrendada en un periódico, así que ya no me siento tan sola en mis cavilaciones. Estos días me he estado fijando y, más allá de las miradas que matan (que han sido muchas), he visto la dificultad de volver a contactar con el mundo y con las personas (ya lo era “antes de”, pero ahora se ha acentuado) y lo fácil que te lo pone un trozo de tela —por mucho calor o dermatitis que te provoque— para encerrarte en tu burbuja, “mi mascarilla y yo”, y, de paso, poner toda la fuerza de la culpa en el otro.

Y cuando digo contactar no me refiero a ir de copas o de terraceo, en eso tenemos un cum laude. Me refiero a mostrarse y dejarse ver: desvelar el rostro como quien abre el corazón y se dispone a exponerse al corazón de aquel con quien se cruza en la acera o con quien comparte la parada de guagua. Que no es abrirse en canal con cada desconocido. No. Son dos o más seres humanos, frágiles, vulnerables, cansados, que han visto su vida amenazada y que ahora, a cara descubierta, muestran las heridas de guerra. 

(Manolo Benítez pone la música).

Ni loro que me silbie
Bye Bye
Carretera secundaria