Día 74. Habrá que acostumbrar los pies a los nuevos andares. Primero, a los zapatos que quedaron en el ropero y que hoy, como si fueran los juguetes que tu madre guardó porque te regalaron muchos, aparecen relucientes, dispuestos, ansiosos por pisar calles y plazas. Los pies dirán: me aprieta un poco. O: ¿no te has dado cuenta de que ya estamos casi en verano?
Te pedirán, esos piececillos que han estado tanto tiempo parados, que vayas más despacio, que midas tus pasos. O igual te animan a que corretees, solo por jugar, a dar brincos y saltos, a que te eches un baile, a que hagas algo que quizás nunca hiciste y que ahora, por qué no, puedes probar; con todo lo que está pasando es el momento de lanzarse.
Habrá que domar, calibrar, modular, perfeccionar, inventar, racionar, derrochar el lenguaje de dedos, manos, codos, hombros y brazos completos. Adaptarlo a los nuevos tiempos y a cada circunstancia, para que podamos codificar y decodificar bien la señal y disfrutar del mensaje sin traspasar los límites que cada persona necesita: hola, te eché de menos, cuánto me alegro de verte, qué rico compartir, déjame que te estruje toda, lo siento; también: esta es la medida justa para mí, no te acerques tanto.
Ahora que la cara se ve a veces a medias, los ojos protagonizan más que nunca el diálogo. Es el momento perfecto de practicar miradas nuevas, esas que abrazan, esas que dicen hola y adiós, esas que anuncian que no hay ganas de encuentro, esas que se reconocen aunque vayas parapetada y a dos metros. Y quienes tenemos gafas por todo el día, ración doble de cursillo para manejarnos con la mascarilla y en la distancia.
La boca, la nariz, todo lo que cubre el nuevo hábito, se ha convertido en misterio. Habrá que usar todos los sentidos, combinar todas las señales para adivinar el gesto y la intención. ¿Me estará sacando la lengua? ¿Estará olisqueando algo? ¿Me habrá lanzando un beso?
Porque la voz y hasta la palabra engañan hoy más que nunca. Todos nos esforzamos más para que nos oigan, nos explicamos más para que nos escuchen, hablamos más para ponernos al día o para desahogarnos. Todo en voz bien alta, casi a gritos, costumbre heredada de tanto interactuar con la pantalla, costumbre nueva en las tertulias callejeras que guardan la distancia debida. O dicho bien bajo, entre dientes, para el cuello de la corbata, una costumbre de siempre que mascarilla mediante hace de la conversación un juego de acertijos. ¿Me puede repetir, que no le entiendo?
A todo se acostumbra uno. Eso dicen los que saben. Yo venía ahora con mi mascarilla en un taxi y por un momento, solo un par de segundos, me pareció que la llevaba de toda la vida. Saqué disciplinada el bote de hidrogel del bolso, me limpié una vez más las manos. Ellas no están tan de acuerdo con esa máxima popular. Hay cosas, me transmiten con el pringue ya reseco, a las que cuesta acostumbrarse.
(En la imagen, fragmento de una obra del escultor Manolo González. El otro Manolo, Benítez, pone el mejor tema posible para este texto).
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