Día 73. A pesar de los pesares (las broncas en las tribunas, las políticas de empresa, el fútbol que se salta todas las reglas, las estampas del espacio público abarrotado, las llamadas desesperadas de los sanitarios, el tráfico imposible, el eterno zig zag en la calle, el contubernio asiático y otros pequeños detalles) sigo siendo una romántica fantasiosa que cree en los peces de colores.
Imaginaba, supongo que por ese punto ciego tan mío, que volver, después de tremendo palo, iba a significar una oportunidad para hacer las cosas mejor, para enmendarnos, para reciclarnos, para reinventarnos, para resetearnos, para mirarnos, los seres humanos, más allá del ego, del ombligo propio y de la ambición. Fantaseaba con esa posibilidad de cambio, de algo nuevo, aunque fuera solo en pequeñas parcelas de la vida.
Pero una cucharilla de plástico, de las que te dan con el café para llevar, semienterrada en la arena acabó esta mañana con cualquier resquicio de la esperanza que todavía me quedaba. Ya no se puede creer ni en los Reyes Magos, ni en el Ratoncito Pérez ni en los milagros, murmuraba para mí misma mientras la dejaba atrás, y con ella mis castillos en la aire. Un pequeño detalle, sí; la gota que colma el vaso.
Ya sé que esto es lo que hay, que no vivimos en los mundos de Yupi: volvieron -lo dice el periódico- los accidentes de tráfico, la polución, el ruido de las obras que me tiene loca, los concursos de la tele, las pateras, la sanidad privada y las listas de espera; las banderas, los insultos, todos los temas pendientes retornaron, algunos incluso con más fuerza.
Se acabaron las ballenas, los delfines y los peces de colores. Mamá, ¿puedo cerrar los ojos y soñar despierta? Un ratito más, porfa, que hoy hace frío allá afuera.
(Manolo Benítez propone: ¡a volar!).
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