Día 72. Hoy podría escribir sobre mi primer viaje en guagua después de dos meses, lo ridícula que me sentí cuando el chófer me señaló con mal gesto (lo vi en sus ojos y en su dedo acusador) el cartel que explicaba que hay que subir por la puerta del medio. Podría describir el silencio sepulcral durante todo el trayecto, las manos de todos quietas, sin móviles ni nada, el nuevo ritual de los que entran y los que salen, el ir y venir de los ojos de quienes contaban los asientos por si tenían que levantarse.
Podría evocar la sensación de extranjera que tuve cuando volví a pisar la calle Triana, yo con el pelo aún húmedo de la playa, ellos y ellas tan de ciudad, tan de compras, tan de café en las terrazas, y yo, que también lo soy, de toda la vida, asombrada porque no me acordaba de cómo se camina en ese trasiego.
Podría narrar mi desconcierto ante los escaparates, el gusanillo que me decía, entra, necesitas unos zapatos, y una fuerza mayor que me impedía cruzar cada umbral para hacer eso que he hecho tantas miles de veces. Y de paso podría hacer una lista, porque me fijé bien, de los comercios que ya abrieron, de los que se traspasan y de los que da la sensación de que están en veremos, así como de los modelos de cintas, cordones, rayas en el piso y carteles varios que cada cual ha ido inventando para poder tener la puerta abierta.
Podría compartir mi nuevo descubrimiento, hay que incorporar el protector solar al kit de supervivencia para salir de la casa, y mis emociones encontradas al pasear por esas calles con la cara embozada.
Podría, sí, dedicar un par de folios a cada pequeño detalle de este primer viaje más allá de mi portada, que me pareció, cuando empecé a planificarlo, una aventura, un desafío después de tanto tiempo resguardada a este lado de la ciudad.
Pero ya está acabando el día y, aunque muy novelero, tampoco fue para tanto. Aquí estoy, sana y salva. Otros no pueden contarlo.
(Manolo Benítez dice que le sonó a esto. Tan bonita la canción).
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