Día 66. Érase una vez una bella playa de ciudad, conocida en el mundo entero por su clima sin igual, la bondad de sus aguas y su paseo kilométrico, que albergaba miles de millones de historias.
Historias de mujeres vestidas hasta el cuello y de hombres con cachorro, de suecas en bikini y paisanos asombrados ante tamaño desafío a las costumbres locales. Historias de amor y de desamor, de besos furtivos y encuentros apasionados a la luz de las hogueras de San Juan, con su correspondiente bocata de calamares. Historias de perritos calientes, corneto, cream helado, barquillos, pan de huevo o ensaladilla a la sombra de la sombrilla familiar hasta las ocho de la tarde, cuando ya el frío te arrimaba a la avenida.
Historias de niños perdidos, Kevin de Jesús y María, que iban con lo puesto, bañador rojo, se encuentra en este centro emisor, de unos cinco años más o menos y responde al nombre de Juan. Historias de revolcones con las mareas del Pino, de sebar olas, de nadadores, de surferos y regatistas, de buceadores y profesionales de la ida y vuelta hasta la barra, de tirarse del pastel o rasparse las rodillas en el ascensor.
Historias de burgaos que se escondían de los niños, o más bien de los padres de los niños empeñados en enseñarles los secretos de las rocas, y de estrellas de mar mutiladas o encerradas en un balde rumbo a lo desconocido con un poquito de agua.
Atesoraba también nuestra querida playa historias de clavos que se hundían en su arena después de piruetas imposibles que se alargaban más allá de la puesta de sol, historias de bingos y de cartas, de saltar el muro hasta reventarte los pies o la paciencia de tu madre, si no te habías hecho ya un boquete con una piedra, un cristal o con las calamares de tanto ponértelas.
Historias de aletas, tubo y gafas, de margullar, de dedos arrugados, de espaldas rojas y narices despellejadas. Historias también de hacer una digestión de tres horas, de pasar desconsuelo por la bandera roja o por las aguavivas, y del corazón a cien porque total me meto. Historias de visitas al balneario y a la Cruz Roja. Y ya que estamos, de heladitos y vuelta a empezar.
Hasta que un buena mañana, sin más explicación que un mensaje indescifrable por la megafonía, la playa se quedó en silencio y las historias empezaron a escribirse de lejos. Se llenaron de añoranza y otra vez de desconsuelo. Los burgaos, las fulas, los cabosos, las gaviotas y hasta las sebas se preguntaban a dónde había ido la gente.
Pero ese echar de menos, sobre todos las manitas que construían castillos en la arena, duró poco. La playa de nuestra historia empezó a sentirse mejor, más viva. Podía respirar con naturalidad, incluso le cambió la color. Y con sus habitantes originales en plena explosión, salieron a flote otros cuentos, esos que todos se sabían pero de los que nadie se sentía protagonista: los de los plásticos, las botellas, los papeles, las colillas y otros objetos singulares que cada día de esos días raros llegaban a la orilla, una chola, una bolsa de la compra. Latas de sardinas, cristales, de todo salió.
En este punto del relato es donde, al fin, aparece nuestra aguaviva. Me la tropecé esta mañana, con la antena bien puesta, atenta a la jugada. Que dicen, me dijo, que el lunes vuelven las hordas. Que ella y todo un ejército, me chivó, ya está dispuesto para el ataque, porque nos conocemos de memoria el cuento, y ustedes, el nuestro. Que por una vez queremos ser las buenas de la historia, aunque sea a mala hostia. Vamos, que se me portan o sacamos el rejo.
(Hoy la música la pongo yo. Manolo Benítez toca las palmas).
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