La hora de los viejitos

La hora de los viejitos

Día 60. Si dejo que me salgan las palabras diría mar embravecido, hora de los viejitos, playa. Viento, después lluvia, caras de qué haces tú por aquí que no te toca. Me quedé dormida, pasé mala noche, necesitaba coger aire. Lo siento.

Agente, me olvidé de mirar el reloj. En realidad voy a tomarme un café con unas amigas en una terraza que está allá lejos. Sí, lo sé, no es mi turno, podría callejear hasta el lugar de la cita, debería, pero necesito sentir la brisa marina en la cara, aunque más que brisa es una ventolera que por momentos me desplaza, ¿me empuja quizás fuera de la avenida? Que no hay manera de que la gente vaya por su sitio, le dice un hombre al policía montado en bicicleta, no entienden que para no chocar hay ir por la derecha.

Me pego un poco más a las casas, casi desaparezco entre los portales, y aún así puedo sentir la mirada de «tú eres joven, puedes ser un peligro» de una pareja embozada de cara y manos, que avanza temblorosa entre los goterones gordos que caen del cielo. Que yo estoy sana -creo-, que llevo sesenta días en mi casa. De todos modos tienen razón, no es mi hora, aunque nadie me explicó cómo hacer, ¿no se puedo cruzar por la playa?

No hay excusa que valga, mira a tu alrededor. Aplica el sentido común. ¿Quiénes ocupan el paseo? Agacho la cabeza, como si así pudiera hacer que no estoy, que no piso el suelo que por un rato es de ellos. Llevo las gafas de sol, pañuelo, me envuelvo en todo lo que puedo en la vuelta a mi casa, aún queda un trecho.

Sí, señor agente, ya sé que es el horario de ellos. Vengo de hacer unas compras en una tienda allá lejos y este es el camino más recto. Unas compras que no pudieron ser porque me lo pensé mejor y dí la vuelta, por las colas, por la lluvia y el viento. Podría coger por la calle paralela pero es que son estrechas. Y la playa, cómo se lo explico para que usted me entienda, la playa me llama, y me la recomendó el médico. Claro que también que me dé el sol y, mire usted la nube negra encima de nuestras cabezas. Que sí, que ya estoy llegando, ¿la ve, a la vuelta de la esquina, la de los azulejos grises?

Si dejo que me salgan las palabras, diría qué alivio, ya estoy en casa. Nadie me paró, ni a la ida ni a la vuelta. Pero qué le importa a la cabecita, ella tiene corazón, y sus desvelos. Mañana salgo más temprano, a esta hora no voy más al paseo.

(La mejor música, siempre de la mano de Manolo Benítez).

 
En reposo
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En busca de los aplausos perdidos