Día 50. Comienzo a notar cómo se me seca el cerebro. Cada vez estoy más en blanco. La tortuga y el burrito que dispuse bajo la ventana para hacerles una foto hace ya algunas semanas me miran como diciendo: ¿esto va a seguir mucho tiempo así? A la tortuga los ojos se le han puesto tristones, cansados, mientras que el burro, más listo él, me observa de perfil, al acecho de algún cambio. Parece a punto de escapar detrás del primer niño que le invite a jugar.
Como me ven cada día a la misma hora en idéntica posición -frente al ordenador- y parecida indumentaria –variaciones sobre el tema “estar cómoda en casa”-, para ellos todo sigue igual. El yoga, el canto, los bailes, mis diálogos frente a un interlocutor invisible, el sonido apenas audible del teclado, las colas interminables en la acera de enfrente, el traqueteo en el piso de arriba. La casita continúa, y ya van 50 días, habitada la mayor parte del tiempo.
¿Igual? No, algo ha cambiado. Y no me refiero a las ausencias más prologadas ni a la arena de la playa. Ni al ruido del tráfico, cada vez más parecido al que fue, ni al ir y venir de niños y mayores, antes ausentes. Ni siquiera estoy hablando de los perros. Pobrecitos, después de seis semanas de trote han vuelto a su vida de antes, más confinada.
No, no me refiero a esos cambios, tan significativos para todos por lo que tienen de aire, de espacio, de movimiento, de salud para los huesos, de contacto aunque sea a dos metros de distancia.
Me refiero a la gente en los balcones y a los aplausos a las siete de la tarde. Fue tocar pito para que pudiéramos salir y, como por arte de magia, se esfumó, al menos en mi barrio, lo que se había convertido en un gesto más de la cuarentena.
Y aunque yo haya aplaudido más para adentro que para afuera y a estas alturas tenga aborrecido el Resistiré y la Macarena; y aunque sea un signo de que las cosas por fin están mejorando, ahora que ya no suenan empiezo a echar de menos el ritual diario. Un poquito.
Echo de menos el aviso horario (cosas que pasan cuando te quitas el reloj) y el recuerdo de que estamos todos en el mismo barco. Echo de menos el silencio de la tarde que precedía al escándalo de las sirenas. Y sobre todo echo de menos los rostros de los vecinos asomados a cualquier rendija, ventana o balcón, antes anónimos y ahora convertidos en compañeros de este singular viaje.
Eso sí, si hay una próxima -crucemos los dedos para que no-, elijo yo la música. O mi marío, que de eso sabe.
(Para muestra un botón: selección musical a cargo de Manolo Benítez).
https://youtu.be/I5JQ1m3mxKw
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