Hoy es un día para recordar a los que se fueron. El primero, mi padre, cuando yo apenas tenía 12 años. Es una edad extraña, lo entiendes todo y no entiendes nada. Tienes una pata en la niñez y otra en la adolescencia. Eres consciente de lo que está pasando, tu padre ha muerto, pero tu cabecita soñadora, fantasiosa, esa que recrea mundos y seres imaginarios, lo procesa de otra manera: está ahí, mirándome desde el cielo. No ese cielo donde supuestamente habita el señor de barba blanca que todo lo sabe, sino ese cielo íntimo, que es solo mío, que me acompaña a cada paso. Ahí estaba mi padre en mis años de adolescente, mientras de la boca para afuera yo renegaba de todo aquello que no fuera tangible.
Fue duro perder a mi padre a esa edad. El mundo seguía girando, pero mi mundo se resquebrajó. De pronto, de golpe, dejé de ser niña, perdí la inocencia, la candidez. Por suerte, la vida me ha dado la oportunidad, y yo también he puesto mucho de mi parte, de reparar eso que se rompió. Y si en aquellos años mi parte más enfadada, más rabiosa, se reía de esa otra parte mía que sentía la presencia de mi padre allá en el cielo, hoy creo que fue eso lo que me salvó.
El duelo es un proceso largo, lleno de altibajos, en el que es fácil perderse por complacer a esa sociedad que pide seres humanos en permanente estado de respuesta, acción y perfección. No hay mucho permiso para sentir el dolor, para sentir las ausencias, para convalecer después de una pérdida. Si además aún no eres adulta, si encima estás en esa etapa de definición que es la adolescencia, la cosa se complica más.
Así que he pasado una parte de mi vida tratando de soltar el peso que agarré a la muerte de mi padre, he querido sentir la liviandad de ser niña, he querido sentir mi melena al viento, las rodillas llenas de costras, la curiosidad a flor de piel. Lo he cultivado, a pesar de lo difícil que te lo ponen en la vida adulta.
Y tengo que decir que, ahora sí, me veo en ese camino. En el de sentir que aquellos a los que perdí, como mi padre, como otros, me acompañan, desde una presencia amorosa que me impulsa a la vida. A una vida más sincera, más honesta, más compasiva, más coherente, más sencilla, más amorosa. Más yo, menos lo que los demás esperan.
Hoy, día de los difuntos, una parte de mi corazón está con ellos. Con mi padre, con todos los que se fueron. A todos ellos, desde la vida, gracias.