Día 42. Por unos minutos pensé que todo había sido un mal sueño -espeso, interminable- del que por fin había despertado. Un efecto secundario de algún medicamento o exceso tal vez.
Abrí un ojo y mi marío no vociferaba en el salón. Según todos los indicios, se había ido a su lugar de trabajo. Mientras inspeccionaba cada rincón en busca de huellas me llamó la atención el ruido de la calle, coches y más coches, motos, camiones de reparto y por encima de ellos, el run run de una hormigonera justo debajo de mi ventana. La tradicional cola de Correos –esta vez con niña con patín incorporada- contemplaba el proceso entre la curiosidad y la indignación: con tanto escándalo y el fresquito del aire marino, imposible mantener una charla mientras se aguarda turno.
Los sentidos atorados aún por el sueño, la legaña del ojo derecho o el derroche de estímulos externos dieron alas a mi primer pensamiento: ves tú, era una pesadilla, ahora te duchas, te vistes y te sumas a la fiesta de allá afuera. ¿No ves que la vida sigue igual? La calle llena de coches y de gente, los de la obra que no respetan el vado, el hombre del puro camino a su esquina favorita. Solo la fila de enfrente y algún complemento que no alcanzo a distinguir sin las gafas me resultan extraños, pero bueno, será que estamos a final de mes y no caben todos dentro.
Hoy -decidí en el segundo siguiente-, ya que no he ido a trabajar me voy a hacer un regalo: una tosta, una café y un zumo donde Amelie, o un paseo a la tranquila, chapuzón mañanero y desayuno donde las italianas.
Me dispuse a consultar la tabla de mareas, a ver si se puede caminar por abajo. Nada como un baño para quitarme de encima la fantasía del virus invasor, la cuarentena, el estado de alarma y todas esas neuras con las que me desperté de madrugada: que si hay que lavarse las manos todo el tiempo, que si no se puede salir de casa, ni dar besos ni abrazos, una nueva expresión -distanciamiento social- para incorporar a mi diccionario y personas irresponsables que se lo saltaban a la primera de cambio. Fuerte pesadilla, seguro que ayer, mientras echaba la siesta, pusieron una de esas películas de catástrofes de los domingos.
Un estiramiento y una ojeada al móvil, donde relucía el último modelo de mascarilla y una mujer anunciaba la llegada de los test rápidos, bastaron para devolverme a la realidad: día 42 de mi particular confinamiento.
A menos que tenga que hacer alguna de las tareas para las que tengo pase más allá de la puerta de mi casa, esto es lo que hay para la mañana de hoy: ducha para despejarme, desayuno para alimentarme y clase virtual de canto para nutrir el alma y, de paso, a mantener el susto a raya. Luego, a escribir, mi mejor medicina para estos tiempos extraños. Mientras, sigo soñando con el mar, tan cerca, tan lejos todavía.
(Dice Manolo Benítez que no hay mejor versión del Claro de luna que esta).
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