Después de un adiós siempre viene una gran ola. O muchas de diferentes tamaños e intensidades. De tristeza, de dolor, de pena, de rabia que transmuta nuevamente en tristeza, dolor, pena, rabia, tristeza… Olas que vienen y van soltando en cada pase un poco de ohh, otro poco de ahh, una dosis de ay que proviene del corazón, del alma y también del cuerpo. Y con suerte van dejando más limpia la orilla, más despejado el horizonte.
Cuando las olas son grandes, como estas de septiembre en la playa de Las Canteras, en marea alta arrasan a su paso con todo lo que encuentran, nos ayudan a soltar lastre, a aligerar el peso, pero hay que prestar atención para no ahogarse en entre ayes; y en marea baja dejan al descubierto, en carne viva, eso que habita en una capa más profunda de nuestro ser y que nos cuesta dejar al aire. Pero si somos pacientes, si somos capaces de sostener ese momento al descubierto, también surgen nuevos tesoros —como esas rocas que no sabemos bien de dónde salieron—, pequeños regalos que en el fragor de la vida se habían quedado agazapados y que ahora, gracias a esa ola que se retira, emiten una señal que nos dice: «hola».
En cada «hola» hay una puerta que se abre, una nueva posibilidad, todo un mundo por descubrir. Que da miedo y ganas. Que nos invita a entregarnos a la incertidumbre de lo nuevo, a entrar una vez más en el mar y dejarnos mecer por su ir y venir de adioses y holas y adioses y holas y adioses y holas…
(Música para dejarse llevar por las olas, cortesía de Manolo Benítez).
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