Día 15. Según mi madre, mi abuelo describía a su señora como “luz de la calle, oscuridad de la casa”. Seguro que le hubiera encantado ser la Ginger Rogers del Cheek to Cheek: un salón de baile, un atuendo lleno de frus frus y un hombre apuesto del brazo. Yo siempre la conocí viuda, así que esa parte solo puedo imaginármela: ella, estupenda, dando vueltas y más vueltas en el Gabinete Literario, del brazo, eso sí, de un hombre bastante más mayor, que hacía lo que podía para satisfacer sus gustos. Pero doy fe de que, aún a sus 90 y tantos años, cuando traspasaba la cancela de su casa, otra luz brillaba en sus ojos, como diciendo: allá voy.
Mi abuela era de esas mujeres que, saliera el sol por donde saliera, o aunque no pisara la calle (como no lo hacemos nosotros ahora), siempre estaba impecable, con los labios pintados, preparada para una posible visita. “Niña, haz un té”, me decía mientras se atusaba los pelos para lucir bien en su terraza con la prima o sobrina de turno. Había que sacar la vajilla, el mantel y la cubertería apropiada para cada caso, y en un pis pas surgían de su cocina manjares variados –el quequi de caramelo, los sándwiches de tomate y los buñuelos de plátano estaban entre mis favoritos- que preparaba para su deleite y, ya que estábamos, el nuestro.
Si doña Ena, mi abuela, levantara hoy la cabeza, seguramente haría un leve gesto que denotaría su falta de aprobación con mi atuendo de cuarentena: camisa sin planchar, pantalón de estar por casa y ausencia de calzado. Digamos que, si levantara la cabeza o pudiera verme desde algún lugar allá en el cielo, igual tendría ganas de esconderla por un rato para no ver los pelos largos sin control, las canas campando por sus anchas (aunque este punto no es negociable). O directamente se daría la vuelta si de pronto, como me ocurre a mí cuando dan las siete de la tarde, se encontrara con los vecinos de aquí y allá con sus respectivas pintas, no más glamurosas que las mías.
Ella, doña Ena, se pondría uno de sus trajes de flores de primavera que abundaban en su ropero, se repasaría los labios, se sentaría en una de esas butacas en las que te podían dan las horas sin hacer nada y esperaría, impasible. Aunque la procesión, digo yo, siempre iría por dentro.
Por ponerme a imaginar, imagino que cerraría los ojos, emitiría un levísimo suspiro y evocaría esos tiempos en traje de gala, del brazo de su marido, girando y girando en el salón de baile.
(Esta vez el texto lo escribí a partir del tema elegido, como siempre, por Manolo Benítez. Me pidió algo de humor, pero es que esto tiene vida propia).
https://youtu.be/ILxo-TUkzOQ
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