Estoy convencida de que ellas hablan idiomas distintos. Y también estoy convencida de que, a pesar de sus diferencias, que son grandes, llevan seis meses en diálogo permanente. Vamos, que se entienden. Se entienden tanto que han ido transformándose juntas, cada una a su ritmo, cada una en su estilo, pero una al lado de la otra, como si esa fuera la mejor compañía posible.
Me imagino que al principio se sentirían como dos extrañas. Una, espigada, esbelta, delicada, acostumbrada a la soledad, y ya sin flor, de pronto ve su espacio vital invadido por otra que despliega todos sus encantos en rojo y verde. Nada que ver con ella, tan sutil hasta en sus momentos de mayor esplendor. Supongo también que en algún momento se vieron, se reconocieron y surgió la chispa.
A la pascua le salieron hojas nuevas fuera de temporada y fuera de sitio, a saber, por arriba, atraída, creo yo, por la cercanía de la orquídea, que, visto lo visto, comenzó a florecer, cuando en ese rincón de la casa nunca había florecido nada.
La pascua, más bajita pero más frondosa, ha logrado alzar sus hojas para asomarse hasta la altura de la orquídea, cuyas flores se inclinan como si así pudiera escuchar mejor lo que su compañera de travesía le cuenta.
Las miro y, más allá de la belleza de cada una de ellas, veo la belleza de la diversidad, la belleza del contacto, la belleza del amor. Y es que desde lejos parece un romance: una extraña pareja que, aunque aparentemente no comparte casi nada, ha logrado una conexión única que hace que cada una crezca y que juntas, como dice el poema, sean mucho más que dos.
(Manolo Benítez pone la música. Un propuesta para conectar y, si se tercia, para bailar).
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