Una de las ventajas de ser estrábica es que desde muy pequeña aprendes que la vida es un continuo ensayo y error, en el que, después de mucho entrenamiento, das con la clave para hacer eso que tanto te costó (en mi caso, calcular las distancias y no darme un golpe, que a medida que me iba haciendo mayor se convirtieron en retos como girar a la izquierda con el coche y no comerme la acera, darle a la pelota con la raqueta, servir el vino sin que se derrame, enhebrar una aguja, no golpearme con la puerta del baño a las cuatro de la mañana…), y luego es muy probable que vuelvas a errar. ¿Quién dijo que vinimos al mundo con todo aprendido?
La realidad es que los seres humanos necesitamos un tiempo largo para aprender a caminar, a hablar, a leer, a sumar, a multiplicar, a degustar un buen pescado sin cometer un destrozo, a tantas cosas… Así que, en vez de machacarnos cuando tenemos una dificultad para hablar en público,—una habilidad que sin duda no nos viene de nacimiento—, sería más útil y más justo darnos una palmadita en la espalda cada vez que lo intentamos, porque al fin y al cabo no es más que eso, un ensayo y error. Y si la dificultad es extrema y directamente evitamos exponernos, desde luego que no ayuda nada una ración de flagelación, todo lo contrario.
Nunca se acaba de aprender, esa es la enseñanza que me regaló el estrabismo y que me hace seguir buscando la mejor manera de colocar la botella y la copa para escanciar el vino sin que se manche el mantel. Y, pese a mi tendencia al perfeccionismo, esa actitud de niña que explora el mundo, que se tropieza y se choca con más frecuencia que los demás y que nunca sirve en una comida compartida, me ha ayudado mucho, también en lo que a hablar en público se refiere.
Mi primera experiencia, de muy jovencita, fue bien —aunque temblaba como una hoja y el corazón no se apaciguó hasta una hora después— porque tomé buena nota de todas las recomendaciones que recibí, que fueron muchas y muy sabias. Y sin embargo, la semana pasada, más de 25 años después y con unas cuantas horas de vuelo, me tocó hablar en un acto y tuve uno de esos errores de principiante, en este caso principiante en el arte de hablar con mascarilla y micrófono. En resumen: no probé el micro antes (error número uno) y no me puse la mascarilla adecuada (error número dos).
Cuando me dijeron que no se me había oído bien, comencé a propinarme unos latigazos, no muy fuertes, pero latigazos al fin y al cabo: «vaya ejemplo, ¿y yo me dedico a ayudar a otros en esto?». Por suerte, la cosa duró poco. Pensé en qué le diría a una persona a la que le haya pasado lo mismo, y mi respuesta fue: «utiliza lo que te pasó como un aprendizaje, toma nota para la próxima». La crítica perfeccionista que llevo dentro enmudeció, y la que perseveró hasta darle a la pelotita de tenis después de un mes de ensayo y error dijo: en la siguiente oportunidad lo pondré en práctica, a ver qué tal me sale.
Al igual que sé que si me levanto de madrugada con los ojos legañosos debo andar despacio y tantear el terreno para calcular bien el ancho de la puerta, ahora sé que para hablar ante una audiencia grande con mascarilla y micro debo ponerme la quirúrgica, que es más fina, pegar bien la boca y proyectar más la voz. Y si aún así no se me oye todo lo bien que debería según los cánones de la oratoria, tampoco pasa nada. Al menos lo habré intentado.
(Manolo Benítez no tiene problemas de estrabismo. Él siempre da en el clavo con la música).
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