Ni loro que me silbie

Ni loro que me silbie

Hoy tenía que ser el día, todo era perfecto: un inusual silencio roto solo por el ohhh, ahhh, ayyy de los futboleros, el permiso de las autoridades para ir por la calle con el rostro descubierto y ahí a lo lejos asomaba él, listo, creía yo, para el encuentro.

Doblé la esquina aún enmascarada, por eso de la costumbre y porque salía del supermercado, pero en cuanto me crucé con la primera cara humana con todos sus elementos —su boca, su nariz, su mentón, su barba de tres días, sus pómulos, sus dientes, su lengua y su todo— me zafé del dichoso complemento de la era del coronavirus y enfilé la calle dispuesta a soltarle todo lo que se quedó a vivir entre mis labios y mi mascarilla y ansiosa por escuchar su respuesta.

Porque tengo que decir que en todos estos meses, por más que lo he intentado, no he logrado soltar más que un resoplido, un sonido que se asemejaba a un globo que se deshincha o al viento que se cuela por el filo de la ventana, así que no he tenido manera de comunicarme con él. Yo, erre que erre, cada vez que ponía un pie en la calle de mi amigo, colocaba los labios como si fuera a darle un beso, la lengua detrás sobre los dientes, y soplaba y soplaba en busca de esa melodía que solo él y yo conocemos y que, por aquello de no encontrar salida, se quedaba en un bufido casi silencioso que él —digo yo, porque en todo momento ha sido un soliloquio— no alcanzaba a escuchar.

Hoy tenía que ser el día, todo era perfecto. Y sin embargo no ocurrió nada. O sí. Entre los ahhh, los ayyy y los ohhh, después de casi un año pude emitir, alto y claro, uno, dos, tres, cuatro silbidos, todos los clásicos populares de nuestro repertorio y hasta alguno nuevo para ver si por fin me daba bola y retomábamos nuestra vieja amistad. Mi gozo en un pozo. Por su parte no hubo más que silencio.

¡Gooooool!

(Dice Manolo Benítez que hay que seguir el karaoke, sin mascarilla, y dejarse gritar).

Bye Bye
Carretera secundaria
Como si